Luis Choy ha muerto la tarde de ayer y todos nosotros, de momento, no encontramos suelo donde posar nuestra alma. Es difícil aceptar que Choy no estará más. Más duro aún es comprender que Lucho deja una hija. El nombre, la figura y la sonrisa de Catalina, su hermosa hija de apenas 10 años, está presente en cada palabra y en cada lágrima derramada.

No era de los amigos íntimos que Choy tenía en el diario, pero ese es un detalle menor. Teníamos buena onda y un alto respeto por el trabajo de cada uno. Lucho era, por sobre todo, un talentoso reportero gráfico. Siempre fue un placer trabajar con él.

El Choy que yo conocí era un luchador. Un optimista de la vida. Un tipo carismático, relajado, alegre hasta cuando llegaban las discusiones laborales. Un tipo que asimilaba los golpes y rápidamente estaba de pie, peleando contra el destino que hace dos años le arrebató a su esposa y madre de su hija.

Con Choycito –como solía llamarlo– trabajamos muchas producciones, pero me quedo con la imagen de Jimmy Eulert, el multicampeón nadador paraolímpico, que quedó inmortalizado sentado en su silla de ruedas debajo del agua de una piscina. Un fotón que ganó el Premio Padre Urías que el diario El Comercio entrega año a año a los mejores trabajos de sus periodistas.

El recuerdo más fresco y que siempre comentábamos fue cuando el 2008 viajamos a Patabamba para estar con Iker Casillas. Apenas cinco días después de levantar el trofeo europeo, el portero del Real Madrid jugaba una pichanguita con niños cusqueños. Luego, mientras picábamos un delicioso queso fresco, logramos conversar con Casillas. Alguien, no recuerdo quién, captó ese instante y esa es la foto que acompaña este texto.

Un día apareció en la redacción y me regaló un cuadro de su exposición de Qoyllur Riti, todo por haberlo ayudado a conseguir financiamiento para la impactante muestra.

Me caía muy bien Luis Choy. Siempre de buen humor y con una sincera sonrisa en el rostro. Me gustaba preguntarle por su hija porque sabía que a él se le inflaba el pecho cuando hablaba de Catalina. Lo escuchaba con atención porque muchas de esas cosas, mi hija (dos años menor) las haría luego conmigo.

Choy no está más, pero no puedo dejar de pensar en Catalina. Cuánto dolor. En momentos como este el cuerpo es apenas una masa de papel arrugado. Así duele el alma cuando uno siente el vacío dentro de tu cuerpo.

Hace un par de días, el viernes en la mañana, nos cruzamos en el jirón Miró Quesada. Ambos estábamos apurados. El corto diálogo fue así:

–Choycito, ¿cómo estás?, lo saludé. –El gran Fabricio; fueron sus palabras.

Un apretón de manos selló nuestra despedida.

Ahora, mientras escribo estas líneas, me acompaña una vela amarilla que he encendido en su memoria.

Qué buen tipo que eras, Choycito.

Ah, por si lees esto: el grande eras tú.