"Cuando adquirimos poder,  los temas que tratamos cambian: hablamos más y escuchamos menos."
"Cuando adquirimos poder, los temas que tratamos cambian: hablamos más y escuchamos menos."

Por Miguel Figueroa

Es común conocer a alguien que era agradable, simpático; que escuchaba atentamente y estaba siempre dispuesto a ayudar… hasta que le tocó ocupar un puesto importante o adquirió una cuota mayor de dominio, y de repente cambió. ¿Esa transformación es propia de gente poco enfocada, o en general todos tenemos la tendencia a perturbarnos cuando recibimos poder? Aunque nos pensemos inmunes, al parecer existe una tendencia natural, adquirida evolutivamente como herramienta de supervivencia, que nos empuja a cambiar cuando estamos en esa situación. El poder nos transforma y modifica la forma en que percibimos el mundo, afectando nuestras hormonas y el funcionamiento —y hasta la estructura— de nuestro cerebro.

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Cambiar por el poder tiene una importante función en la supervivencia,. Ian Robertson, un extraordinario investigador de las neurociencias, lo llamaba “el efecto del ganador”: cuando se gana algo como un puesto jerárquico en una organización, un sorteo o una elección para el gobierno municipal, incluso si un animal gana la posición alfa en su grupo, se llena de testosterona, la hormona que nos hace sentir radiantes y empoderados, atrevidos, capaces de lograrlo todo.

Este efecto es muy útil para la supervivencia: el líder debe sentirse y creerse fuerte. Tener un líder temeroso, dubitativo, que calcula muchas veces cada decisión y paso, dando marchas y contramarchas, haría que su mandato y que sus seguidores se llenen de vacilaciones. En los primeros momentos, el poder parece darle una ventaja a quien lo tiene, hace que nuestro cerebro funcione mejor, esté más positivo, más desinhibido y cuente con mayor capacidad de procesamiento automático de la información, como explica Dacher Keltner, profesor de la Universidad de Berkeley, en un artículo académico titulado “Power, Approach and Inhibition”.

Esto tiene mucho sentido: un líder normalmente se enfrenta a situaciones que la mayoría no, y por lo tanto necesita adquirir capacidades especiales. Ese aumento en el nivel de testosterona le ayuda a atreverse y guiar con astucia y vigor. Sin embargo, adquirir poder y ganar hacen que la persona sienta aun más placer, y ese puede ser el inicio de los problemas. La testosterona estimula la generación de dopamina, una hormona asociada al goce; eso explica que, luego de haber probado una dosis de poder, tendamos a buscar más, pues nos hace sentir bien. Así se pueden originar situaciones altamente adictivas.

Otra característica poco agradable está relacionada con la empatía y el contagio emocional. El neurocientífico británico Sukhvinder S. Obhi analizó el cerebro de personas con y sin poder evidente, y descubrió que las primeras habían perdido cierta capacidad en los procesos asociados con la empatía. Esto es curioso, porque las personas, al estar empoderadas, pierden una de las habilidades que más utilizan cuando buscan alcanzar nuevas y altas posiciones.

Pensemos en nuestros gobernantes, políticos, congresistas, alcaldes, jueces: ¿estarán padeciendo de la adicción inherente a sus cargos? Muchos muestran síntomas como desvinculación emocional y un fuerte aferro al cargo. Entonces, cuando nosotros los ciudadanos les exigimos que dejen de pensar en ellos y empiecen a trabajar en pro del bien común, es posible que les estemos reclamando a sus cerebros que hagan algo que, por sí solos, ya no podrán.

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¿Estamos destinados a esa pérdida de empatía y conexión con el resto, o tal vez existe una forma de aprovechar las fortalezas y el atrevimiento que nos da el éxito sin dejar de estar conectados con nuestro entorno, sin volvernos adictos al poder? Al parecer los antiguos romanos y su grandioso imperio ya lidiaban con estos problemas. Cuentan que cuando un general, luego del triunfo en la batalla, regresaba a la ciudad, era recibido festivamente por sus habitantes con flores y vivas que lo ensalzaban. Podemos imaginar cómo se sentía el héroe, y cuánta testosterona y dopamina podía estar recorriendo su flujo sanguíneo: al placer obtenido tras la victoria se sumaba el reconocimiento de su pueblo. Pero como ello podía resultar peligroso y contraproducente los romanos, para evitar que el general cayese en la “enfermedad del poder”, destinaban a un esclavo para que marchase a su lado con una calavera entre las manos: mientras la muchedumbre vitoreaba al adalid, el esclavo y el cráneo le recordaban que por más bravo, exitoso y valiente que fuera, también era mortal, y también moriría, como cualquier humano. Un apunte de humildad y contexto en un espacio abrumado por el triunfo es muy importante.

Cuando adquirimos poder, nuestro entorno se modifica, los temas que tratamos cambian: hablamos más y escuchamos menos, opinamos continuamente sobre otros y aceptamos con recelo las opiniones sobre nosotros. Poco a poco nos vamos alejando de la realidad. El mando, como si fuera un medicamento peligroso, debería venir con indicaciones y otras recetas que contrarresten sus efectos nocivos. Un permanente y obligado contacto con la realidad debe ser parte de este tratamiento, reenfocándonos diariamente en la razón de nuestro cargo y en el objetivo supremo de nuestro liderazgo.

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