Jorge Muñoz
Jorge Muñoz
Jaime Bedoya

Lo dicen los forasteros: una de las características de no pocos limeños es no saludar en la calle. Es habitual que prefieran voltear la mirada a fin de evitar el contacto visual. Más bien, cuando te miran fijamente, es porque algún daño te quieren hacer.

Notables exponentes de esa manera de creer que lo grosero es superior, un hosco signo de distinción, tuvieron un papel protagónico durante el último tramo de la campaña municipal.

Uno de ellos supuso que por ser favorito no tenía necesidad alguna de contrastar sus ideas, si las tuviera, en un debate. La arrogancia casi siempre hace de cimiento de una seguridad que solo aloja vacío.

Otro fue un ejemplo vivo de la abismal brecha generacional respecto a las nuevas relaciones entre hombres y mujeres. Su comportamiento público fue una sucesión de misoginia y gilerismo anacrónico que al único al que le daba risa era a él mismo. Un penthouse con vista al mar de Chorrillos devino en solitario gimnasio paleolítico enganchado a internet, pero desconectado de la realidad.

Al último de los favoritos solo le faltaba un diente de oro. Con el doble filo propio de quien alterna con aquellos al margen de la ley, adornaba su discurso de una picaresca con sabor a ofensa. Por lo bajo siempre empuñaba una chaira metafórica apuntando a las costillas.

El ganador, futuro alcalde de Lima, hizo gala de algo que a ninguno de los otros tres les interesó demostrar: buenos modales. Esta compostura en el comportamiento venía acompañada de otras consideraciones fundamentales pero subestimadas por el resto, como lo son competencia y preparación para el cargo. Bueno, ya se sabe que ser capaz no es un requisito indispensable para triunfar en política.

El alcalde (felizmente) saliente no es sino la consumación en el poder de las vulgaridades anteriormente mencionadas, resumidas finalmente en esa penosa resistencia a saludar al ganador, a lo Keiko. Solo lo hizo bajo presión y con obscenas fotos de sus cuestionadas obras de fondo. Más ordinario, imposible.

Así como hay quienes se preocupan de que el nuevo alcalde sea pelirrojo o blanco, internet da para todo lo que hay entre cielo y tierra, hay razones para ver esta elección con optimismo.

Definitivamente hay un cambio de matriz entre la manera de entender la política de parte de Jorge Muñoz con respecto a Keiko Fujimori. Es la diferencia que hay entre la meritocracia y la dinastía, entre el servicio público y el servirse del mismo, entre la hoja de antecedentes penales en blanco y una historia familiar manchada por tremendas sacadas de vuelta al país y a las leyes, con variantes que oscilan de la renuncia por fax al pitufeo.

La orfandad de calificaciones requeridas para este estilo de servicio público quedó penosamente expuesta en la solicitud judicial de la detención preliminar. El juez no encontraba arraigo laboral en Keiko Fujimori al no tener un trabajo conocido.

Pero tal vez más que alegrarse por la caída en desgracia de alguien, cuando hay niños involucrados estos siempre son las víctimas más débiles, hay que observar serenamente un acto de justicia que si se excede será campaña a favor del investigado. Si hay que entusiasmarse por algo, que sea por la posibilidad de un recambio virtuoso en la escena pública.

En las sociedades no existe el vacío. Para tener un cambio cualitativo de las autoridades no alcanza solamente con la crítica y la resistencia. Es necesario contar con gente proba, de bien, que incursione en la política y le dé dignidad a esa posta. El resto lo hacen los votos puestos a buen uso. Acaba de suceder.

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