[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]

Cuando recibió el diagnóstico aún vivían sus padres. Nunca se atrevió a decírselos. Guardó el secreto haciendo vanos esfuerzos para olvidarse de él. Al conocer a Humberto imaginó una vida con cierta normalidad. Algún día vivirían juntos, se casarían. Ella intentaría tener hijos. Pero cuando el médico le explicó que habría grandes posibilidades de que la enfermedad se transmitiera genéticamente, le invadió la tristeza. Era como enterarse de una desgracia adicional, que le advertía de nuevo que su vida no sería normal. Aquello le costó grandes esfuerzos y dudas. Había un alto porcentaje de transmisión hereditaria, pero no era absoluto. Durante meses y años, meditó sobre sus posibilidades. Acudió a bibliotecas e hizo lecturas sobre la enfermedad. Inclusive especuló que no le importaba vivir o no con Humberto, casarse o no. Lo que más le angustiaba era no poder tener hijos. Tomar esa decisión. Sus interrogantes permanecieron en su mundo interior. Tampoco se lo dijo a Humberto. Tenía temor de su reacción. Él podía desalentarse porque su amor era débil, hecho de encuentros ocasionales. Una tarde que regresaba del banco hacia su casa, tuvo la impresión de que su vida era más problemática que gratificante. No quería además llegar al momento en que estuviera sola e inválida y nadie pudiera atenderla. Entonces se mataría. Anduvo por las calles hasta que oscureció. Dio vueltas alrededor del malecón hasta que llegó al puente Villena frente al mar. Sabía que era uno de los lugares preferidos por los suicidas. Se arrojaban desde lo alto hacia el pavimento de la avenida que descendía hasta la playa. Ella contempló el fondo y calculó que la distancia era grande. Rememoró que alguna persona había quedado malherida, pero no muerta. En todo caso, la muerte por traumatismos severos debía ocasionar un sufrimiento intenso. Calculó que, si se mataba, lo haría con algún veneno o pastillas para dormir. El médico le había recetado antidepresivos y unas tabletas para la ansiedad. Se podría tomar el contenido de varios frascos y, como había visto en las películas, se emborracharía con whisky. Dejaría una carta para Humberto. Cuando pensó en sus padres, se detuvo. Comprendió que mientras estuvieran vivos no podría hacerlo.

Al llegar por la noche a su casa, depositó la separata de Osamu Dazai en su mesa de noche. Tuvo miedo de leerla. El libro no se encontraba en las librerías de Lima, así que el profesor lo había prestado y se había fotocopiado para las participantes del taller. En la solapa interna, el rostro de Osamu Dazai no se veía nítidamente. Ella deseó haber reparado un poco más en la foto del libro que ahora no podía distinguir. Hubiera querido leer a través de esos ojos hundidos en un rostro alargado y enjuto que parecían contemplarla vagamente. Al apagar la lamparilla que iluminaba su dormitorio, una súbita calma la invadió.

La muerte, esa circunstancia temible o atroz, había quedado reducida a un hecho simple. Su padre y su madre estaban muertos. Tenía la impresión de que algún día, quién sabe cuándo, los encontraría. Se preguntaba cómo había llegado a aceptar el que nunca más volviera a verlos. O tal vez no lo había aceptado. Tal vez no fuera creíble no volver a verlos. La casa, con sus objetos y muebles rezumando viejas historias, contribuía a permitir que los recuerdos y las imágenes la acompañaran con naturalidad, sin dramatismos.

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Novela

Puñales escondidos
Pilar Dughi
Editorial:
Cocodrilo Ediciones
Páginas: 136
Precio: S/ 40,00

Su padre había trabajado como contador durante toda su vida en la empresa inglesa Coors & Seagram Metals, dedicada a la importación de insumos para la industria metal mecánica. Siempre decía, debo estudiar inglés. Si supiera inglés, otra cosa sería. Y así tenía un abanico de comentarios semejantes relativos al idioma inglés. Pero nunca lo estudió. Ni siquiera se matriculó en algún curso. Más bien parecía ser un hombre al que le gustaba más soñar que hacer. Su muerte tuvo la misma simplicidad con la que había vivido. Un día se quedó dormido en el sofá de la sala. No volvió a despertar. Llevaba los lentes sobre la nariz, como si estuviera a punto de leer el periódico que descansaba entre sus piernas. Su madre era una mujer enérgica y dinámica. Gordita, bajita, se movía de un lugar a otro de la casa de una manera ruidosa. Sacudiendo el polvo, regando las plantas, enderezando los cuadros. Hija de italianos, le consiguió un apoyo decisivo para ingresar a trabajar al banco a través de un paisano florentino que tenía una modesta mueblería en Lince. Llevaron una vida sencilla, asistiendo a misa los domingos por la mañana, almorzando y cenando juntos hasta que ella comenzó con el trabajo en la agencia central. Se podría decir que su vida se dividía en dos partes. Antes y después del banco.

Cuando estaba sola, las voces del pasado regresaban. Papá, no tengo ganas de hablar, estoy muy cansada. Nunca tienes tiempo. Estoy agotada, papá. Lo veía sentado en el fondo del sillón viendo el noticiero nocturno. ¿Eres tú, Fina?, ¿eres tú?, apaga la luz antes de subir, por favor. Cierra bien la puerta de la calle. De niña lo había pensado muchas veces. ¿Qué pasaría si su padre y su madre murieran?, ¿adónde iría?, ¿con quién? Quizás porque era hija única presagió la muerte antes que otros. El día en que por fin llegó, no fue sorprendida. Primero fue su padre. Dos años más tarde, confirmando lo que había escuchado, que la muerte se apiada de los esposos ancianos, murió su madre. Ella había preferido que fuese así, primero su padre y luego su madre. Supuso que para su madre sería más fácil sobrellevar la viudez porque tenía amigas, conversaba y salía con ellas, estaba más acompañada, lloraba cuando le provocaba hacerlo, rezongaba y evocaba el pasado sin pudor alguno. En cambio, su padre vivía aisladamente, solo salía por la presión de su madre y en contadas ocasiones. Era parco, le disgustaba quejarse, y no lloraba con soltura. O por lo menos ella no lo había visto llorar. No podía siquiera imaginarse qué hubiera sido de la vida de su padre si hubiera tenido que afrontar la viudez.

Ahora todo estaba en silencio. Solo ella y su propia enfermedad. Tenía tiempo suficiente para meditar sentada en cualquier rincón de la casa sin que nadie interrumpiera sus pensamientos, sin tener que dar explicaciones por su mutismo. Tenía que hacer su testamento. Disponer el destino de los muebles, los adornos, los objetos. Esa era una de las razones por las que no invertía en la decoración o el mobiliario. No importaba que las paredes estuvieran descascarilladas o sucias, los tapices descoloridos, las alfombras casi lisas y sin pelo. Ella amaba la historia que escondían. Esa historia que terminaría porque no había a quién transmitirla. El cansancio la invadió. Mientras llegaba el sueño, iba inventariando mentalmente los muebles, los cuadros, los artefactos eléctricos. Los iba distribuyendo a cada una de sus amigas. En algún momento tendría que hacer un documento por escrito. Tendría que ir a un notario. Por lo menos así evitaría que quedaran en mano de desconocidos. A falta de hijos, los objetos se habían cargado de valor.

[Difusión]
[Difusión]

Vida y obra 

Pilar Dughi (Lima, 1956 - 2006)

Estudió Psiquiatría y Literatura en la UNMSM. En 1989 apareció La premeditación y el azar, su primer libro de cuentos. Más tarde, aparecerían las colecciones de relatos Ave de la noche (1995) —Premio de la Asociación Peruano Japonesa de Cuento y Premio Copé de Bronce— y La horda primitiva (2008).
     Puñales escondidos, su única novela, fue publicada en 1997, y obtuvo el primer lugar del Premio de Novela Corta del BCR.


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