(Ilustración: Mind of Robot)
(Ilustración: Mind of Robot)
Jerónimo Pimentel

La promesa de la transición era un relato simple: fujimorismo sin Fujimori. Este no fue solo el lema de Alejandro Toledo en la primera vuelta del 2000, sino que, en términos prácticos, fue la idea-fuerza de su gobierno, si es que tuvo alguna. Cierta forma perversa de libre mercado se había instalado autárquicamente en los noventa, por lo que había que remover las maneras dictatoriales para liberar la economía abierta de los detritos de la tiranía: corrupción, mercantilismo, muerte. Lo que hubo en cambio fue Moqueguazo, Arequipazo, circo político e indicios más que fundados de una operación que, antes, se calificaba como “levantarse en peso al país”.

El segundo término de Alan García no fue mejor. Entendió el poder como una forma de lavarse la cara ante la historia, que es la única manera en la que un elegido entiende el mundo, y su legado, siempre efectista antes que programático, siempre propagandista antes que estructural, sucumbió en un arsenal de tropelías, crímenes y sospechas: del Baguazo a los narcoindultos hay un resabio de pólvora y robo, incluso en su variante barriobajera, que terminó por acabar con su hasta entonces invencible carrera política. No da tristeza ver cómo cae un megalómano, sino qué se lleva con él.

Ollanta Humala era la temida respuesta que merecía el sistema, pero el fantasma estatista, la heterodoxia económica, fueron obligados a rendirse ante los padres de la libertad en un evento que hoy, por histriónico, parece inverosímil: un juramento en la Casona de San Marcos ante una élite de notables, televisado para el Perú entero, en el cual renunciaba a todo lo que había prometido hasta ese momento para convertirse, por arte de magia, en un presidente ‘normal’. De alguna manera lo logró. El efecto secundario de la conversión fue arrastrar los mismos vicios que acabaron con sus antecesores. La única idea que dejó el excapitán del Ejército es insultante: un rol implícito de cualquier presidente peruano consiste en escoger a qué imperio se subyugará. Ya no tiene que ser Estados Unidos o Rusia; funciona también Brasil, pudo ser Venezuela, y no se debe descontar a Corea o cualquier otro país mediano con billetera.

Tres gobiernos después, lo único que la democracia peruana había dejado en claro era su disposición para el lobby, la mediocridad, la componenda y el chanchullo. El Perú es un Estado-víctima sin capacidad de resistir la intervención de pequeñas mafias y negociantes de ocasión. Una plataforma para el usufructo ajeno. En paralelo, una consecuencia obligada, el ejercicio profesional de la política se convirtió en una caricatura grotesca: una galería de payasos que luchan por el cetro de un circo mayor bajo la coartada de la representatividad. Hagamos el repaso: la democracia cristiana no existe en términos prácticos y se ha convertido, para todo fin, en una franquicia familiar en la que dos calvos se pelean por un peine; Acción Popular es una plataforma sin uso a tal punto que su exponente más notorio podría intercambiar funciones con el director de Aspec, lo que dicho sea de paso habla mal de ambos; el APRA, para sobrevivir, ha visto reducida su función a comparsa del fujimorismo, lo que debe ser el fin más funesto posible para el partido de Haya de la Torre; y la izquierda, patética en su atomismo crónico, incapaz de sobrellevar una derrota electoral sin escindirse, ni siquiera merece atención, pues demuestra, cada vez que puede, su vocación invicta por la implosión.

Estas identidades erosionadas, mal invertidas o simplemente diluidas por la entropía política permitieron, en una carambola solo explicable por el odio al fujimorismo, que los tecnócratas puros y duros entren a Palacio: economistas, doctores, señores muy inteligentes y especialistas certificados que, por su anomia política, escaso carisma y distancia con la población, no habrían tenido otra ocasión de alcanzar el poder. Se supone que estos eran los mejores. Y el resultado es decepcionante: la economía se encuentra casi recesada, el Ejecutivo está chantajeado por un Congreso obstruccionista y hostil, el Poder Judicial sobremuere en su ahogo burocrático usual, Lima se incendia en fuego y cemento, y las provincias se devastan con regularidad, ya sea por El Niño, el friaje, o por la catástrofe que nuestra imposibilidad histórica por conmovernos con la tragedia ajena nos impida prever.

Ni el indulto ni la falta de indulto resolverán nada en la vida política nacional de la misma forma que el horizonte del bicentenario no sustituirá la absoluta carencia de ideas de un país ideológicamente im-pensado, y por tanto, a la deriva. Los únicos relatos que han tenido sentido en la República han sido los discursos de posguerra: después de la Independencia, después de la Guerra con Chile, después de Sendero. Pero esos enviones, útiles en su momento, han perdido viada y no ha habido posta ni reemplazo. Valentí Puig, en un artículo titulado “El detector de relatos”, ha dicho hace poco: “Probablemente, más que urdir relatos, lo fundamental sería reconstituir lenguajes con exigencia semántica. Es sabido que la contaminación del lenguaje lleva a la corrupción de la cosa pública”.

La política peruana se ha quedado sin narrativas, pero también sin idioma. Debe ser el mayor fracaso de la democracia posfujimorista. Hay razones para pensar que lo peor vendrá después.

Contenido sugerido

Contenido GEC