Marilú Martens

Según el último informe del Estudio Nacional del Fenómeno de El Niño (ENFEN), la probabilidad de que en el verano del 2024 se desarrolle un evento climatológico de fuerte intensidad ha ascendido alarmantemente. Dependiendo de su magnitud, esta situación provocará graves consecuencias en nuestro territorio y población. Por un lado, lluvias intensas que resultarán en inundaciones repentinas y deslizamientos de tierra. En segundo lugar, un fuerte impacto sobre la agricultura y la pesca que devendrá en escasez de alimentos. Y, finalmente, la contaminación de los suministros de agua potable, hecho que incrementará el riesgo de enfermedades como el cólera, el dengue y el zika.

Acabamos de vivirlo a principios de año. El Niño costero y el ciclón Yaku dejaron en nuestro país alrededor de 100 fallecidos y 65 mil damnificados, miles de viviendas, colegios, hospitales, carreteras, caminos rurales, puentes y redes de alcantarillado absolutamente destruidos, y pérdidas económicas que podrían llegar hasta los S/2.600 millones. A ello hay que sumarle una de las peores epidemias de dengue de las últimas décadas, con 140 mil casos y más de 200 ciudadanos fallecidos.

Con miras al verano 2024, quiero pensar que vamos por un camino distinto. Sabemos que amplios presupuestos se han asignado para la reconstrucción de las regiones más afectadas y para prepararnos frente a lo que inevitablemente viviremos en los siguientes meses. Desde el sector público, se han articulado acciones junto a los ministerios, los gobiernos regionales, provinciales y distritales, y algunas asociaciones civiles. El sector privado, asimismo, se ha hecho presente coordinando actividades con autoridades locales y comunales, manifestando propuestas concretas, y organizando planes de contingencia para poder continuar con sus negocios durante los meses más críticos. Incluso académicos especializados en el fenómeno de El Niño han empleado su experiencia para orientar a las autoridades respecto de qué hacer y qué asuntos priorizar.

Y, sin embargo, también encontramos indicios de no estar tomando el asunto con la urgencia apropiada: distintos informes señalan que municipios, gobiernos regionales y ministerios no han ejecutado más del 30% del presupuesto destinado a proteger de las lluvias y huaicos a las regiones más afectadas.

Aun así, pienso que es importante mantener el optimismo. Estamos a tiempo de multiplicar los esfuerzos, acelerarlos y prevenir lo evitable.

Si algo necesitamos, es que quienes toman las grandes decisiones en el Perú reconozcan la urgencia de atender a paso rápido las zonas que serán más afectadas y también a quienes hoy se encuentran más desprotegidos. Sacar aprendizajes de lo vivido este año, suplir los vacíos, revertir las negligencias y brindar una verdadera protección a nuestros ciudadanos es la única forma legítima de honrar la memoria de quienes ya no se encuentran más con nosotros. Hagamos lo necesario para que la tragedia no se repita.

Marilú Martens es directora de CARE Perú y exministra de Educación