Historia del transfuguismo, por Daniel Parodi
Historia del transfuguismo, por Daniel Parodi
Daniel Parodi Revoredo

La Comisión de Constitución del Congreso aprobó recientemente una iniciativa legislativa en contra del transfuguismo. Si por un lado es verdad que desde la tercera elección de Alberto Fujimori en el 2000, el cambio de bancada de los congresistas se volvió moneda corriente, también se presume que tras la medida asoma el resquemor de Fuerza Popular por controlar su grupo parlamentario, cuya mayoría no milita en la organización. 

Pero remontémonos a la historia que nos tiene reservadas algunas interesantes analogías. Al igual que hoy, durante el siglo XIX la participación política no se canalizaba a través de partidos políticos, sino de redes clientelares. Un caso paradigmático es el de Ramón Castilla. En la década de 1850, el caudillo tarapaqueño logró pacificar al país y organizar al Estado Peruano gracias a las alianzas provinciales que fue tejiendo en su dilatada carrera militar, que se remonta a la Guerra de Independencia. 

Esta situación, sumada a las ingentes sumas de dinero obtenidas durante la bonanza del guano, le permitieron a Castilla mantener bajo control a las diferentes élites regionales, adheridas a su proyecto autoritario gracias al reparto poco transparente de las rentas guaneras. Los casos más emblemáticos fueron la abolición de la esclavitud (los esclavos fueron comprados por el Estado a sus propietarios en condiciones más que ventajosas) y la consolidación de la deuda interna, calculada en primera instancia en un millón de pesos y elevada hasta 23 durante el gobierno de José Rufino Echenique. 

Décadas después, desde 1895, la República Aristocrática escenificó otro pacto muy bien diseñado entre el poder central y las élites regionales, repartiéndose cargos públicos y zonas de influencia. Entonces, los límites del Estado no eran otros más que los linderos de la hacienda, cuyos propietarios –los gamonales– integraban las cámaras de senadores y diputados desde las cuales defendían férreamente sus fueros. En tales circunstancias, la postulación de un señor provincial por los partidos Civil, Demócrata o Constitucional no suponía necesariamente su adhesión o militancia en cualquiera de aquellos, sino la recreación del pacto entre el poder central y las regiones. 

Aunque el primer ministro Fernando Zavala acudió al Congreso a disculparse con la bancada fujimorista por las expresiones vertidas por el presidente Kuczynski a principios de agosto, la alocución del mandatario no solo fue correcta, sino históricamente refrendable: “No todos los 73 congresistas de la bancada fujimorista son miembros del partido, habrá como 30 que se subieron al carro creyendo que ella ganaba y que recibirían una prebenda”. Y por esta misma razón discrepo con mi amigo Hugo Neira cuando presenta a Fuerza Popular como al nuevo gran partido político del Perú del siglo XXI. 

La realidad nos dice otra cosa. Fuerza Popular, más que un partido con ideología, programa, etc., es una precaria red de alianzas que relaciona a una entidad política, que cuenta con líderes que tienen la popularidad suficiente para tentar la administración del Estado, con decenas de grupos de interés locales, cuya participación en el proyecto solo se explica en su intención por incrementar su cuota de poder e influencia a través de su acceso al gobierno nacional. Y por eso, la derrota del 5 de junio preocupa al fujimorismo, pues buena parte de su numerosa bancada podría colegir que en las actuales circunstancias es insignificante la lealtad que les deben a Keiko y compañía.

En un sugerente artículo, Carmen McEvoy narra el derrumbe de la maquinaria política castillista una vez que se acabó el guano y el Estado se quedó sin dinero que repartir entre sus ávidas clientelas provinciales. La relación entre Fuerza Popular y muchos de sus congresistas nos recuerda los tiempos del célebre mariscal. Queda por saber si la flamante ley contra el transfuguismo impedirá que el final de esta historia sea también el mismo.