Fernando  Bravo Alarcón

Una publicada a propósito del Día de la Tierra aborda las perspectivas de la relación entre el y la , en un contexto en el que las temperaturas globales van en aumento y los compromisos para el control de las emisiones de carbono no se materializan. La pregunta motivadora del texto indaga por la posibilidad de enfriar el planeta y combatir el calentamiento global haciendo uso de la tecnología.

Dicha cuestión resulta clave en la medida en que tanto los actores que abrazan la ciencia climática como algunos sectores negacionistas estiman que los avances científicos y sus aplicaciones prácticas tienen mucho que hacer y decir ante el preocupante panorama que se avecina. De hecho, entre las tantas posturas que relativizan el impacto del cambio climático están aquellas que, si bien aceptan su existencia, manejan la expectativa de que la ciencia y la tecnología seguramente aportarán una solución, por lo que deberíamos preocuparnos por otros asuntos de mayor urgencia o gravedad.

En la publicación aludida se preguntan si acciones como la iluminación de nubes con aerosoles de sal, la dispersión de carbonato de calcio en la atmósfera, la colocación de espejos en el espacio, la diseminación de hierro en los océanos o la siembra de nubes serían capaces de enfriar la Tierra y combatir el calentamiento global. Los especialistas consultados coinciden en que tales medidas pueden funcionar en teoría, pero en la práctica y a gran escala no hay seguridad de si serían opciones socialmente deseables y ambientalmente viables.

Dichas aplicaciones provienen de los avances teóricos de la denominada geoingeniería; esto es, la manipulación a gran escala del medio ambiente y las condiciones atmosféricas globales. ¿Basta con depositar todas nuestras esperanzas en ella? Los expertos sugieren que el posible éxito inicial de cualquiera de las opciones tecnológicas arriba mencionadas no es razón para descuidar nuestras conductas y decisiones como sociedad, gobierno o sector privado, más aún cuando no sabemos a ciencia cierta qué otras implicancias graves pudiera traer, por ejemplo, la erupción artificial de un volcán, cuyas gigantescas nubes de cenizas reducirían la llegada de radiación solar sobre la superficie. En la medida en que el planeta constituye un megaecosistema complejo e integrado, alterar una de sus piezas podría desencadenar descontrolados efectos. Como cuando para combatir una plaga de conejos se introducen zorros, que luego se convierten en un gran problema.

Convengamos en que las salidas frente al cambio climático no van a ser eminentemente científicas, pues no se puede minimizar el papel del actuar humano en todo esto. ¿La tecnología ayudará? Sí, pero ¿qué hay de nuestras conductas contaminantes, de nuestro estilo de vida generador de gases de efecto invernadero, del malhadado incumplimiento de los acuerdos climáticos? En un horizonte realista, asumiendo que no hay tecnologías mágicas, no es posible cargarle todo a la ciencia y olvidarnos de la política, los intereses económicos, nuestra persistente dependencia de las energías fósiles, el negacionismo o lo lírico de los acuerdos sobre el clima.

Como no se pueden eliminar todas las incertidumbres con experimentos de laboratorio, por el momento no tenemos razones validadas para asegurar que la tecnología nos librará del cambio climático, sin olvidar que aplicaciones de esta como inyectar aerosoles a la estratosfera o reflejar el sol con espejos no buscan enfrentar las causas de fondo de la ebullición global. Quizás sean un buen complemento a las medidas de adaptación y mitigación, pero no hay seguridad de que su utilización supere sesgos e intereses. No se trata de jugar a ser Dios, suponemos, pero manipular el clima puede tener sus bemoles.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Fernando Bravo Alarcón es sociólogo de la PUCP