Augusto Townsend Klinge

A inicios de semana, en las páginas de otro diario, Felipe Morris se refirió a la como “nuestra gran carencia”. Es interesante que la haya singularizado respecto de tantas otras que agobian a nuestro país, dándole preponderancia sobre las demás. Yo no podría estar más de acuerdo.

Me topé con esta apreciación poco después de escuchar un podcast sobre lo mismo en “Persuasion”, un medio fundado por el politólogo alemán Yascha Mounk que –similar a lo que aspiramos en Comité– busca combatir el tribalismo tan característico de las discusiones en nuestros días, que ha hecho que muchos espacios de debate, virtuales y presenciales, se vuelvan extremadamente tóxicos y polarizantes.

Corren tiempos en los que parecen haberse perdido las formas en gran medida. Incluso en ambientes donde existen lazos de familia o de amistad, no es inusual ver gente llegando hasta el insulto si alguien enciende una polémica sobre asuntos políticos que despiertan en ellos preferencias intensamente contrapuestas.

A medida que vamos viendo cada vez más al que opina distinto como un enemigo, sentimos que cualquier recurso es válido para confrontar sus posiciones, inclusive deshumanizarlo y despojarlo de su dignidad para no tener que mostrarle un mínimo de respeto.

Bien vale la pena, entonces, preguntarnos: ¿qué entendemos por civismo o por civilidad? Cito aquí a Alexandra Hudson, profesora de la Universidad de Indiana que conversaba con Mounk en el podcast al que me referí líneas arriba.

Civismo no es tener buenos modales o ser amable con los demás. No es una cuestión de reglas de etiqueta. Es entender cuál es el mínimo de respeto que cualquier otra persona nos debe y que nosotros le debemos de vuelta.

Aquí hay un matiz bien importante porque tener educación cívica no significa inhibirse uno de incomodar a los demás, sino saber cuándo y cómo hacerlo, porque esta también entraña el deber de decir verdades incómodas. Y, por lo mismo, saber escuchar cuando esas verdades incómodas están dirigidas a nosotros.

Por eso, cuestionar a quienes están en posiciones de poder e incluso la desobediencia civil pueden ser, en determinadas circunstancias, manifestaciones de civismo. Y cuando somos nosotros los que tenemos un diferencial de poder a nuestro favor, tenemos que saber cómo poner a raya nuestro egoísmo para no abusar de esa ventaja.

Es interesante ver cómo, en nuestros tiempos, el civismo es cuestionado de ambos lados del espectro ideológico. Desde un sector de la izquierda, que interpreta invariablemente la realidad como una relación entre opresores y oprimidos, resulta sacrílego pensar que se le debe respeto a quien ya se le calzó la primera etiqueta. Y, desde un sector de la derecha, se ve al que discrepa como alguien que está transgrediendo dogmas de fe o valores tan sagrados que solo podría tratarse del mal encarnado.

Pero las personas discrepamos y siempre vamos a discrepar. Algunas veces tendremos la razón y otras no. Las funcionan sobre la base del entendimiento de que discrepar no nos hace menos humanos o menos dignos, ni siquiera cuando no tenemos la razón. Que seguramente nos va a costar muchísimo ponernos de acuerdo en temas polémicos, pero que esa es una dificultad consustancial a vivir en una sociedad moderna y civilizada.

Si eres padre o madre de familia, deberías preocuparte por la educación cívica que está –o, mejor dicho, no está– recibiendo tu hijo o hija. Porque esa carencia es la que está alimentando el tipo de democracia disfuncional de la que seguro hoy te lamentas.

Pensamiento crítico, humildad intelectual, saber escuchar y empatizar, poder mirar las cosas desde perspectivas ajenas, decir y oír verdades incómodas, abrazar la discrepancia. Este es el tipo de habilidades que debería darnos una buena educación cívica.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Augusto Townsend Klinge es Fundador de Comité y cofundador de Recambio