Jaime de Althaus

Es muy importante que la se haya pronunciado señalando la necesidad de “una transición política que busque urgentemente una salida a la profunda crisis actual, priorizando la necesaria reforma política pendiente…”, llamando a la sociedad civil y política a construirla.

Efectivamente, está pendiente en el Congreso una reconsideración del voto de la reforma de la bicameralidad para alcanzar los 87 votos. Habría que realizar todos los esfuerzas en ese sentido, porque esa reforma es clave para mejorar la calidad de la democracia y no recaer en lo mismo. Junto con otros cambios, por supuesto. Las fuerzas políticas deberían, además, formar una mesa de trabajo técnica para elaborar un plan de recuperación y transformación nacional que ofrezca una luz al final del túnel.

Los ponen en el centro de la crisis el enfrentamiento entre el y el Congreso, y distribuyen la responsabilidad de la corrupción por igual entre “las altas esferas de los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial...”. Pero, en realidad, la crisis se ha originado fundamentalmente en el desgobierno del Ejecutivo y en el nombramiento de personas en todas las instancias que han organizado redes ilícitas que convergen todas en el presidente Pedro Castillo. Y se ha agudizado desde que la fiscalía ha empezado a actuar, llevando al presidente y al premier a movilizar el odio de clases. Esa es la crisis en la que estamos, agravada ahora, no por casualidad, con la liberación de Antauro Humala en el momento preciso.

Parte de la salida debería ser sacar las lecciones de lo que estamos viendo para consolidarlas en la conciencia nacional, porque este Gobierno es un verdadero laboratorio de la sociología del poder. Castillo ha replicado y multiplicado a escala nacional lo mismo que hace la mayor parte de alcaldes y gobernadores regionales: nombrar en los puestos claves a familiares y amigos para montar una red de aprovechamiento de los recursos públicos. Ha puesto en vitrina a ojos de toda la ciudadanía ese patrimonialismo corrupto que ha penetrado los gobiernos subnacionales convertidos en los últimos 20 años en verdaderos botines presupuestales. Los propios obispos reconocen el tema y denuncian “una cultura patrimonialista donde no se distingue el bien público del privado, o donde se considera la cosa pública como propia”. Ese es exactamente el tema. Tenemos la gran oportunidad de hacer pedagogía social y de dar un salto cultural desmontando, en los púlpitos de las iglesias o en una campaña de spots de televisión y radio, esa cultura patrimonialista, y explicando cómo debería organizarse la gestión pública para que sea honesta, eficiente y meritocrática.

Podríamos, así, interiorizar en la conciencia nacional algunos mandamientos:

Primero: no se puede nombrar en cargos públicos a amigos o familiares. Segundo: solo se ingresa por concurso público. Tercero: para las direcciones regionales solo se puede contratar a gerentes públicos capacitados a través de Servir. Cuarto: no se puede recibir regalos de proveedores o contratistas. Quinto: las entidades tienen metas y los funcionarios son evaluados según las cumplan o no, y se asciende si es que la evaluación es positiva. Es decir, pasar del patrimonialismo a la meritocracia.

Hay otras lecciones: los gobiernos subnacionales solo deberían gastar aquello que recaudan, para que recauden más y tengan que responder ante ciudadanos o vecinos fiscalizadores que hayan pagado sus tributos y arbitrios. De lo contrario, se convierten en reyezuelos que gastan como quieren dinero que les cae del cielo. Todo lo demás, las obras y servicios públicos que esos gobiernos subnacionales no puedan dar, serían provistos por entidades autónomas al estilo del BCR, como propone Fernando Cillóniz.

Y entender, como dicen los obispos, que la corrupción y la informalidad son consecuencia de un exceso de regulaciones que destruye la libertad económica, sin la cual no hay progreso. Aprendamos.

Jaime de Althaus es analista político