Carmen McEvoy

“Al despedirme de este país hago sinceros votos por que no se realicen mis predicciones”, escribió el periodista, historiador y político colombiano José María Samper en una carta abierta al Perú. Viajero impenitente y por ello gran conocedor de la política mundial, además de estudioso del constitucionalismo de su patria de origen, nos ofreció un retrato descarnado del Perú del guano y del segundo militarismo, cuyo proyecto político implosionó en 1872.

El Perú era un país de “gran imaginación y talentos”, pero carente de “carácter” y de “alteza de pensamiento”. El dilema peruano tenía que ver, según Samper, con la existencia de un Estado poseedor de una gran riqueza –el guano– obtenida sin mayor trabajo. Este análisis, donde se obvió la explotación de mano de obra culí, expuso fríamente la “especulación fiscal y política” que reinaba en el exvirreinato peruano. En un contexto de permanente disputa por el apetecible botín estatal, el producto del negocio guanero entró “en muchos bolsillos” saturando con su fetidez las “almas” de innumerables nacionales. De acuerdo con un implacable Samper, el “amoníaco” vivía y moraba en la más alta magistratura del país que conoció porque ahí residió, pero también en su Congreso, prensa, comercio, industria, ejército y, lo que era aún más dramático, en “todas las costumbres” de la sociedad peruana.

Para el autor de “Cartas y discurso de un republicano”, lo más preocupante en el Perú era la socialización con “humos aristocráticos” de las clases emergentes, lo que complicaba la posibilidad de un proyecto ciudadano, definido, como bien sabemos, por la defensa del bien común. Con un patriotismo feble, porque dependía del “dinero del Tesoro Público”, y “un pueblo sin energía para reprimir el instinto del goce y el deleite” y “sin virtud para fiscalizar severamente a sus gobernantes”, el futuro no era promisorio para el Perú. A estas alturas cabe destacar que, pese al tiempo transcurrido, la predicción final de José María Samper, pronunciada en 1867, nos sigue interpelando y, por ello, vale la pena recordarla y sacar nuestras conclusiones: “Donde –como era nuestro caso específico– no hay verdadera cosa pública, defendida por todos, la sociedad, cayendo en el egoísmo individual, está camino de ser tiranizada por los más audaces”.

¿Eran el guano y sus efectos nefastos sobre la institucionalidad y las prácticas ciudadanas las únicas causas de la degradación política, moral y económica lúcidamente descrita por Samper? No necesariamente. Antes que el guano potencializara el viejo modelo prebendario que aún rige a la política peruana, Mariano Tramarria se encargó de explicársela a los futuros representantes del Congreso de 1827. Cabe anotar, por otro lado, que al identificar a la “pretensión” como el núcleo constitutivo de una identidad profundamente carenciada, José Faustino Sánchez Carrión realizó un análisis preciso de una cultura de estirpe virreinal que, ahora entendemos mejor, sirve y complementa al legado prebendario. Ciertamente, mientras Tramarria sintetizó el perverso pacto de sobrevivencia entre el Legislativo y el Ejecutivo con la brillante frase “Hágote para que me hagas”, José Faustino Sánchez Carrión asoció la noción del “goce y el deleite” con esa eterna obsesión por exhibir un estatus que hoy se expresa claramente en la representación del oropel, sugerida por el rufianesco Wilfredo Oscorima y abrazada, sin ningún pudor y mucho menos dignidad, por la presidenta Dina Boluarte. Todo ello en el marco de una república de ficciones, falsedades y apetitos desatados como lo es ahora el Perú.

En “Consideraciones sobre la dignidad republicana”, Sánchez Carrión señaló que la presidencia del Perú debería ser ocupada por “la persona más respetable”, ya que sería un verdadero “escándalo, que el Imperante se comportase sin honor, sin virtudes, y hecho juguete de pasiones viles, que constantemente estuviesen exponiéndolo a la censura pública”. Al colocar a la dignidad –hoy tan vapuleada por “los padres y madres de la patria”– como el centro del quehacer político, el llamado ‘Solitario de Sayán’ definió un concepto que ahora vuelve a ser discutido por renombrados filósofos.

La conclusión es que los seres humanos no deben ser instrumentalizados, con vistas a la política y el dinero, sino más bien empoderados para que encuentren su camino al bienestar y la felicidad. La dignidad, enaltecida en la Constitución, pero hoy negada de todas las formas posibles, es un derecho además de una experiencia que hay que proteger, respaldar y fomentar si queremos escapar de las predicciones de Samper.

Carmen McEvoy es historiadora