“El presidente y sus ministros tienen todo el derecho a optar por una austeridad franciscana, pero le harían un enorme favor a la nación escogiendo a personas capaces e íntegras como servidores públicos y pagándoles como tales”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
“El presidente y sus ministros tienen todo el derecho a optar por una austeridad franciscana, pero le harían un enorme favor a la nación escogiendo a personas capaces e íntegras como servidores públicos y pagándoles como tales”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
/ Víctor Aguilar Rúa
Javier Díaz-Albertini

“¿Cuánto le debo, maestro?”, pregunto. Me contesta: “su voluntad”.

Es una respuesta que me saca de mis casillas. Especialmente, cuando no tengo una idea clara sobre el valor monetario del bien o servicio que me han brindado. Insisto en que me diga cuánto, pero sigue replicando que sea mi voluntad. Calculo, ofrezco una cantidad, trato de ver en su mirada si estoy siendo justo e insisto: “¿está bien?”. “Sí, maestro, que Dios lo bendiga”. Me retiro con la duda, pero con una bendición de ‘yapa’.

Esta situación me vino a la mente luego de escuchar a algunas de las principales autoridades y funcionarios del Gobierno anunciando . Comenzando por el presidente , que ha dicho que va a “conducir los destinos del país con el sueldo de maestro”, y siguiendo con varios ministros que ya han señalado que a la mitad.

Más allá de la demagogia inherente en estos, dichos ofrecimientos son contraproducentes por muchas razones, pero quiero insistir en dos. Primero, porque atentan contra lo que quizás sea la principal reivindicación de la mayoría de los trabajadores: una remuneración justa por la labor que realizan. Segundo, porque una remuneración digna es una de las condiciones necesarias para reducir la en el Estado. Revisemos brevemente cada una.

Una de las principales gestas de la modernidad ha sido la lucha permanente por valorar el trabajo, sea el propio o el de los congéneres. En cualquier sociedad, el trabajo debería ser una de las actividades que dignifican al ser humano. Para ello, es necesario superar o erradicar todas sus formas humillantes o envilecedoras. Y uno de los modos principales para lograrlo –mas no el único– es la remuneración que recibimos.

La historia nos enseña que el mercado está lejos de ser suficiente para cumplir con este cometido. Es por esta razón que la mayoría de las sociedades nacionales –a partir de finales del siglo XIX– establecieron un salario mínimo. Así, la remuneración básica que percibe un trabajador ya no depende de la “voluntad” de su empleador. Idealmente, esta debe de ser suficiente para lograr lo que T.H. Marshall (1949) llamó “el derecho universal a una renta real que no está en proporción con el valor de mercado de quien lo disfruta”.

En los últimos años, sin embargo, nos encontramos frente a un nefasto fenómeno global: la continua disminución en la proporción del ingreso nacional destinado a las remuneraciones. Esto es más notable en los países que se encuentran en los extremos del espectro ideológico. Hay un creciente desprecio por el trabajo en las sociedades híper capitalistas y socialistas, como muestra la caída de las clases medias en Estados Unidos y los salarios de miseria en Corea del Norte o Cuba. El trabajador es cada vez más víctima de la tiranía del mercado o del Estado.

La relación entre las remuneraciones de los funcionarios públicos y la corrupción es compleja, como señalan múltiples investigaciones. Pero es innegable que un salario decente es una condición básica, aunque no suficiente, para disminuirla. Estudios muestran que lo esencial es que el trabajador considere subjetivamente que el pago recibido es satisfactorio; o sea, una digna retribución por su trabajo. Esta satisfacción tiende a reducir la tentación a buscar ingresos adicionales de fuentes ilícitas. Mientras que una remuneración considerada baja tiende a atraer a los incapaces y deshonestos.

La diferencial en remuneraciones normalmente existe para incentivar la inversión en capacidades, el desarrollo del talento y la dedicación al trabajo. La mayoría de los adultos se sacrifican para que sus hijos e hijas estudien y tengan mayores y mejores condiciones laborales. La desigualdad de ingresos producto de esta diferencial, en una democracia moderna, debe mitigarse mediante impuestos a la renta progresivos y la igualdad de oportunidades. Algo que no ocurre en el país.

El presidente y sus ministros tienen todo el derecho a optar por una austeridad franciscana, pero le harían un enorme favor a la nación escogiendo a personas capaces e íntegras como servidores públicos y pagándoles como tales. De igual manera, deben ir construyendo las condiciones para que todos tengan un ingreso digno, al tiempo que se recompensa a los más esforzados y talentosos.