Universidad Católica, primeros cien años, por A. Huerta-Mercado
Universidad Católica, primeros cien años, por A. Huerta-Mercado
Alexander Huerta-Mercado

El colegio había terminado y se iniciaba una etapa extraña, que no tiene nombre claro en la sociedad. Esa etapa de no ser escolar y no haber ingresado a una universidad, instituto o no tener trabajo. A mediados de los ochenta, la universidad aparecía como un callejón sin salida con un rito de pasaje cruento llamado examen de admisión cuyo paso era celebrado tribalmente con apanado, abrazos y, en el caso de los hombres, el corte al rape que nos definiría por buen tiempo como “cachimbos”.

Los primeros días eran desconcertantes. Por más de una década habíamos estado sometidos a una disciplina escolar fuerte en el colegio con un uniforme que era todavía gris, con formaciones y eventos escolares muy militarizados, con estricto control de asistencia y silencio en el aula. La universidad parecía un espacio mucho más libre. Éramos chicos y chicas conversando en patios, pasillos y jardines. Las clases eran mucho más exigentes y teníamos que leer permanentemente, haciendo colas en la biblioteca apoyados por formidables bibliotecarios. A través de los textos conversábamos con Platón, Saussure, Bloch y, al mismo tiempo y lápiz en mano, enfrentábamos las matemáticas que obligaban a ser sistemático y estudiar cada día. 

Igual que ahora, en aquel entonces se realizaban actividades culturales los jueves y, felizmente, el concepto de cultura era amplio y combinaba teatro, cine, conferencias, folclor, poesía y el siempre querido rock. El rock era más que música para nosotros y permítanme explicarlo.

Aquellos años ochenta eran muy raros. Los que ingresábamos en esa etapa habíamos nacido en un régimen militar que había dado la espalda a las revoluciones juveniles de finales de los sesenta. Una parte importante de la historia de occidente nos fue anulada, las revoluciones del París de 1968 buscaban democratizar la educación superior y el desbordante concierto de Woodstock de 1969 en Nueva York no hacía sino coronar un proceso de afirmación de una nueva identidad, enarbolada por la protesta, el rock y los hippies. Con todos sus defectos, estos movimientos juveniles simpatizaban con formas de vidas alternativas, el pacifismo y el cuestionamiento a todo. El mundo cambiaría para siempre. 

En el Perú estos procesos juveniles no pudieron curtirse y las dictaduras privilegiaron la imagen de nacionalismo y la obediencia castrense. Una vez retomada la democracia, también se inició la historia de la violencia política que tantas vidas costó y afectó directamente a los universitarios. No hubo tregua. 

Creo que con todo ese fragor, en el contexto de los cambios internos en el país, es a la mitad de la década de los ochenta que se dio una pequeña, tardía y fragmentada revolución juvenil para una buena parte de la población urbana guiada por la música y el baile. La cumbia peruana daba paso en muchas radios al rock latinoamericano y español, impactando en muchos grupos locales que gritaban en voz alta nuestras emociones cotidianas. Entonces junto a la protesta política entraban también las historias de las frustraciones, el amor no correspondido, el miedo al futuro, todo a ritmo de pop. En otras partes de Lima había conciertos de rock subterráneo que se anunciaban en pósteres omnipresentes en la entrada de la universidad, circulaban los fanzines y el descontento con el sistema se dejaba sentir a través de las guitarras. Y sí que necesitábamos del rock.

Estudiábamos muchas veces a luz de velas por los apagones. Los fines de semana asistíamos a fiestas que se prolongaban hasta que terminaran los toques de queda o si no los padres eran testigos de ver a los amigos de sus hijos desparramados en los sofás y el piso. Gustábamos de enamorarnos, descuidábamos los estudios, aprendíamos (o intentábamos) llevar el amor y los estudios al mismo tiempo como impulso. Era un mundo de amores platónicos, relaciones ambiguas pero significativas, decepciones o soledades que se daban espacio mientras hacíamos cola por el menú, participábamos en protestas o estudiábamos para las prácticas.

Salíamos con pancartas, inventábamos arengas, marchábamos en grupo (pues siempre hemos tenido buenos motivos de protesta y para una buena organización estudiantil). A los de la PUCP en las marchas y en muchas otras ocasiones nos acusaban de “caviares”, “pitucos”, “poseros”, “elitistas”. Siempre pensé que estas clasificaciones eran injustas pero nos abrían los ojos ante nuestras limitaciones y el deber y necesidad de crecer hacia la sociedad y con ella.

Y hemos crecido, sí. Nos hemos integrado más (felizmente) y veo con sorpresa que parte de este crecimiento se ha dado hacia un mundo virtual. Mientras escribo este texto, pienso en los alumnos hoy prendidos de celulares y computadoras portátiles sincronizando sus movimientos grupales. 

Esto me lleva a pensar en el impacto de la tecnología para el cambio en la cultura humana. En su momento lo hizo la rueda, la lanza, el automóvil o el gran telar mecánico de la Revolución Industrial del siglo XIX. Nosotros vimos el tránsito de manera interesante. Primero muchos usábamos máquina de escribir. Los niños de hoy estarían sorprendidos de ver que mientras escribíamos el texto iba imprimiéndose en ese mismo momento. Claro, los errores se pagaban caro y a veces uno terminaba rodeado de hojas fallidas siempre en solitarias madrugadas. Tal vez tanto desorden se debía a nuestra procrastinación, que era un equivalente a soñar despierto, algo propio de quienes estudiábamos sin saber lo que el país nos depararía. En la Católica, de forma a veces dura, aprendíamos que la imaginación existía para dirigir a la acción y no para reemplazarla.

Otra cosa que aprendí en la Católica es que el espíritu de la casa vive en las personas, en los alumnos que siempre seremos, en quienes administran, proveen, atienden, cuidan y limpian, y en los que enseñan. Una tribu de compañeros de equipo, con quienes somos cómplices, discrepamos, conciliamos y convivimos. También forman parte de este espíritu aquellos que dejaron de manera voluntaria o involuntaria la universidad y a quienes seguimos adorando. Y por supuesto, viven en nuestro espíritu quienes se nos adelantaron en el cielo pero que siempre están con nosotros. Mejor no lo pudo decir nuestro recordado maestro Luis Jaime Cisneros cuando la universidad lo distinguió como profesor emérito: “Y les confieso en secreto: No me voy de la PUCP. En todas las esquinas estoy. Desde todas ellas observo, aplaudo y protesto”. 

Gracias a mis maestros, compañeros, amigos y alumnos (es decir, gracias a la PUCP) sé que la universidad no es el único camino, ni debe seguir siendo un callejón sin salida. Hoy en día hay más caminos y alternativas que los jóvenes pueden seguir. Como nos enseñó nuestro entrañable maestro José Antonio del Busto, el título universitario no nos hacía ni mejores ni peores personas, solo era una herramienta que debía orientarse al servicio de la sociedad. 

Querida Pontificia Universidad Católica del Perú, justo cumples cien años cuando estamos pasando por un momento difícil en nuestra historia. Bueno, fuiste fundada cuando el mundo atravesaba la Primera Guerra Mundial y comenzaba la Revolución Rusa. Te gusta enseñarnos que los cambios y desafíos son oportunidades para unirnos y sacar lo mejor de nosotros. Un abrazo de oso para ti, mi querida alma máter.