Editorial El Comercio

Cuando se reúna hoy el , las miradas estarán puestas sobre los resultados concretos y realistas a los que puedan llegar sus participantes. Esto es porque –para decirlo sin tapujos– nadie espera mucho de esta instancia de diálogo. Su rol en el retorno a la democracia a inicios de siglo fue importante, pero desde entonces fue perdiendo influencia. En esta ocasión, sin embargo, las circunstancias apuntan a la necesidad de un papel más protagónico.

El Acuerdo Nacional, como se sabe, es un espacio en el que participan el Gobierno en sus tres niveles (nacional, regional y local), los partidos políticos con representación en el Congreso de la República y organizaciones de la sociedad civil con presencia nacional. Hasta ahora, las reuniones y esfuerzos han tenido un tinte más protocolar que práctico: la propia dinámica del Acuerdo Nacional –en la que se busca consenso entre un mar de voces, en ocasiones varias de ellas antagónicas– hace difícil que cualquier pacto discurra mucho más allá de las buenas intenciones y obviedades. Como resultado, el Acuerdo Nacional ha sido una buena oportunidad para mostrar ante las cámaras alguna voluntad de diálogo entre las partes, pero no mucho más.

No obstante, si en algún momento se debe romper con esta anodina tradición, ese tiempo es hoy. El gobierno de transición de la presidenta atraviesa circunstancias críticas que no es capaz de enfrentar por sí solo. Por las condiciones políticas en que tomó el poder, por sus propios errores y por la virulencia de los ataques que debió afrontar, el Ejecutivo de Boluarte está en una posición de debilidad como pocos gobiernos en la historia reciente. Además, la violencia de las protestas, principalmente en el sur del país, y el lamentable saldo de fallecidos que ya lleva a cuestas, le permiten un margen de maniobra muy estrecho.

Con este panorama, es indispensable que diferentes instancias públicas, políticas y de la sociedad civil muestren una disposición al consenso y a la acción como la que no han mostrado antes. Su misión principal deberá ser encauzar el hartazgo ciudadano por la clase política nacional hacia una actitud proactiva a favor reformas políticas sensatas discutidas en un clima de paz y gobernabilidad. El país no puede ser rehén de grupos violentos, pero tampoco puede parecer impasible ante demandas ciudadanas razonables. Se necesita, en ambos casos, capacidad de respuesta real, no solo buenas intenciones.

Lo que se viene, además, no es fácil. Las protestas y bloqueos son una fuente de profunda preocupación y podrían escalar. El debate por las reformas constitucionales que ayuden a tener una mejor representación política y gobernabilidad continuará con fuerza en las próximas semanas, hasta el final de la legislatura. Si el Congreso confirma luego, en segunda votación, los comicios adelantados al 2024, hacia mediados de este año el país empezará a entrar ya en modo electoral, con todo lo que ello conlleva. Así, encontrar mecanismos de diálogo efectivos –como los que propone el Acuerdo Nacional– podría ayudar a evitar repetir los errores del pasado que han sumido al Perú en el desgobierno y la crisis política crónica.

Finalmente, como en cualquier diálogo, su resultado dependerá de la voluntad sincera de las partes de escuchar, argumentar, ceder y llegar a acuerdos. Dicho de otro modo, los diálogos de sordos y los encuentros para la foto no sirven de nada. Hoy se pide, una vez más, que las instituciones que lideran la nación depongan sus agendas de intereses particulares y estén a la altura de las circunstancias.

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