/ MANUEL MELGAR
Editorial El Comercio

El lunes pasado quedará marcado como un día histórico en los registros económicos globales: fue el día en que el precio del barril de petróleo alcanzó por primera vez un valor negativo. Las disputas entre Arabia Saudí y Rusia, dos grandes productores de crudo, habían dibujado ya un escenario complicado que se vio luego rebasado por el colapso de la demanda por petróleo a raíz de la paralización de la economía global. Con la capacidad de almacenamiento cercana a su tope, se llegó a la extraña situación en que los papeles de comprador y vendedor se invirtieron.

Las enormes fluctuaciones en el precio del crudo no hacen sino confirmar una vieja lección: así como las ganancias pueden ser altas, los riesgos de entrar al mercado petrolero son inconmensurables. Es un negocio solo para quienes pueden permitirse perder, y perder mucho. Si bien los precios de los contratos futuros de petróleo apuntan a una recuperación progresiva de su valor, existe todavía una enorme incertidumbre sobre cuándo y cómo se volverá a circunstancias más normales.

Esta es una lección que en el Perú aún no todos han interiorizado. En particular, aquellos que continúan impulsando la participación de la empresa estatal Petro-Perú en el negocio de hidrocarburos harían bien en prestar especial atención a lo que acaba de ocurrir. De acuerdo con una reciente nota de prensa de la petrolera de propiedad pública, “las expectativas internacionales no son favorables sobre una pronta recuperación, lo cual ha generado un fuerte impacto en la industrial mundial de hidrocarburos y, en particular, en nuestra industria nacional debido a que los costos de producción y regalías superan los precios de venta”.

No son pocos quienes, en el medio local, abogan por una presencia más firme de Petro-Perú en la explotación petrolera, al considerar esa actividad como “estratégica” para la industria nacional. Al margen de lo enigmático de aquella etiqueta, el hecho concreto del colapso de los precios globales debería hacer, por lo menos, repensar la necesidad de exponer los ingresos de los contribuyentes a un negocio de altísimo riesgo.

En la construcción del elefante blanco de la refinería de Talara, sin ir más allá, Petro-Perú comprometió una cantidad ingente de recursos públicos de manera directa o indirecta. Los más de US$4.500 millones que terminará costando la llamada modernización de la refinería –que en realidad se trata de una refinería nueva– son nada menos que 110 veces el presupuesto para este año del Instituto Nacional de Salud. Según reveló el expresidente de Petro-Perú Carlos Paredes, el proyecto “nunca se debió haber hecho”, e implica una pérdida neta cercana a US$1.650 millones. Más aún, parte de estos costos podrían terminar siendo asumidos no solo indirectamente por los contribuyentes, sino por la sociedad entera a través de un mayor precio de los combustibles.

Los esfuerzos que se ahorre el Estado en aventuras empresariales “estratégicas” bien podrían utilizarse, por el contrario, para cumplir con sus funciones elementales. Por ejemplo, la de cerrar brechas básicas en el sector salud que hoy son tristemente patentes. Un Estado institucionalmente débil que funge de empresario petrolero –en explotación o refinación–, y a la vez de proveedor de servicios públicos básicos, no podrá hacer bien ni una ni la otra cosa. Esa lección la debimos aprender mucho antes de este crac del precio del petróleo, pero, en vista de algunos vientos demagógicos que soplan en dirección de las próximas elecciones congresales y presidenciales, no es una mala ocasión para reafirmarla.