(Foto: USI)
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Editorial El Comercio

Tras algo más de trece meses, la gestión de al frente de la Presidencia del Consejo de Ministros ha terminado de forma un tanto abrupta. De acuerdo con la encuesta nacional de Ipsos divulgada este domingo, su nivel de aprobación (23%) no era como para alegrarse y el de su desaprobación (54%) más bien sí para preocuparse, pero tampoco se trataba de cifras que no hayan exhibido antes otros primeros ministros que duraron más que él en el cargo.

Zavala, pues, se ha ido por una circunstancia política. Precipitada por él mismo, es cierto; pero que al mismo tiempo se ofrecía como la única salida posible a un entrampamiento que ya hemos comentado en este Diario , y que le ha granjeado al Ejecutivo la posibilidad de contrarrestar los afanes censuradores del Congreso en el futuro. Así las cosas, es probable que la versión sucinta que la memoria pública guarda del paso de cada titular de la PCM por el poder diga que fue un técnico competente y honesto al que una oposición menos razonable que rabiosa le impidió rendir todo lo que se esperaba de él. Ahora que tenemos fresca la imagen de su gestión, conviene entonces preguntarse por la eventual veracidad de un juicio así.

Sobre lo destacado de sus capacidades, dan suficiente testimonio su exitosa carrera en el sector privado y su acertado paso por la cartera de Economía durante el gobierno de Alejandro Toledo. Y con respecto a su honestidad, salvo algunos demagogos que quieren ver ‘lobbies’ feroces en cualquier relación del Estado con la inversión privada, nadie ha planteado duda atendible alguna.

Señalemos, adicionalmente, que su gestión tiene, por cierto, logros que mostrar. En particular, en lo que se refiere a la simplificación administrativa, la mejora de la calidad regulatoria y la de los procesos de inversión público-privada. Y hay que reconocer también que, bajo su liderazgo, se lograron avances relevantes en sectores como Interior y Educación.

Eso no obstante, es claro que la performance económica del país ha sido bastante inferior a lo que el propio gobierno ofreció en un principio, que sectores medulares de la estructura del Estado no han ni siquiera iniciado el proceso de reforma que requieren a gritos, y que la atmósfera de la relación entre el Ejecutivo y la oposición, o el Congreso en general, ha sido deplorable.

Descontados los consabidos factores del Caso Lava Jato y el fenómeno de El Niño costero, es innegable que la acción de una oposición que, por un prurito de rivalidad política, ha tenido demasiado tiempo a los ministros dando explicaciones en el Legislativo, cuando no poniéndolos al borde de la renuncia o censurándolos, tiene una parte considerable de la responsabilidad de esa situación.

Pero es obvio asimismo que los inconvenientes que ha enfrentado Zavala no han sido todos de origen foráneo y opositor. Ha tenido que lidiar él también con desaguisados ocasionados por declaraciones desafortunadas del presidente y de la bancada supuestamente oficialista, que decía que el mandatario había sido “secuestrado por un grupo de poder” o pedía cambios en el Gabinete cada vez que aparecían encuestas desfavorables.

Nada de eso, además, explica que huyera como del diablo del asunto de la reforma laboral que hace falta para atacar la dramática circunstancia de que el 70% de la fuerza laboral del país trabaja en la informalidad, ni que, por otro lado, contribuyese él mismo con frases de su cosecha a la tensión con los parlamentarios del partido con el que el actual jefe del Estado postuló en las elecciones del año pasado.

En general, se diría, pues, que Zavala se va con más penas que glorias, que la principal de aquellas es la de la oportunidad desaprovechada que significa el paso solo mediano de un funcionario tan competente como decente por la PCM, y que ojalá la historia le conceda de nuevo una ocasión para brindarle al Perú sus talentos en un contexto más propicio.