(Foto: Archivo El Comercio)
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Editorial El Comercio

Hace dos semanas comentábamos en este Diario que –como los de cualquier otro servidor público– estaban fuertemente condicionados por la baja recaudación tributaria que tiene el Estado Peruano. Problemas como la informalidad, la evasión tributaria y, sobre todo, la baja productividad, explican que nuestras arcas fiscales sean relativamente flacas.

Ello debería ser argumento suficiente para usar cada sol del presupuesto público de la mejor manera posible: después de todo, es claro que al Estado plata no le sobra. La consecuencia lógica es que los cambios y aumentos en el presupuesto público –financiado con recursos de todos los peruanos contribuyentes– reflejen las prioridades de la sociedad (por ejemplo: seguridad, justicia, salud y educación). Pero el Gobierno no parece estar del todo convencido de este razonamiento. El ejemplo más reciente de esto es el proyecto legislativo para la nueva Ley de Cinematografía y el Audiovisual que el Consejo de Ministros aprobó el miércoles pasado.

Aunque el texto de la iniciativa no ha sido divulgado aún, según anunció el titular del Ministerio de Cultura, Salvador del Solar, el proyecto de ley incluye “triplicar los recursos que el Estado Peruano destina al cine, de forma que podamos competir de mejor manera con los países de la región”. Un incremento que se plasma también en el proyecto de Presupuesto Público para el año 2018 enviado al Congreso, al establecerse una partida de 6000 UIT del presupuesto del sector que "será destinada a la actividad cinematográfica y audiovisual".

Algunos argumentan que el cine es una expresión cultural que beneficia a la comunidad en general y que, por tanto, se justifican los subsidios. Aun si se aceptara esa premisa, cabe cuestionarse si las producciones cinematográficas son el mejor destino de los exiguos ingresos fiscales. En medio de una huelga de maestros que reclaman por mayores salarios, inversiones apremiantes en la reconstrucción del norte del país, y tantas otras necesidades urgentes del presupuesto público en salud, seguridad y justicia, es discutible que el mayor beneficio social se alcance con más y mejores películas.
Otros partidarios de la medida arguyen que la industria del cine es una potencial fuente de ingresos y empleo para la economía nacional. Eso puede ser cierto. Pero también lo son la industria de la construcción o la de la gastronomía, y nadie pide subsidios públicos para ellas.

Por si fuera poco, aun dentro del presupuesto asignado al sector Cultura, no queda claro que la industria del cine deba tener privilegios en función a su alcance masivo. Información al 2014 revelaba que en siete regiones del país no había una sola sala de cine y que el 60% de salas se concentraba en Lima. Por último, el hecho de que otros países subsidien su cine difícilmente puede ser argumento suficiente para destinar recursos públicos a tal fin.

La política supone, entre otras cosas, tomar decisiones en función a prioridades públicas. En la misma medida en que el presupuesto público no es ilimitado, tampoco lo serán las áreas y sectores a los que el Gobierno puede prestarles atención especial. Finalmente, aun si el subsidio al cine es relativamente chico en función del presupuesto público total, el Gobierno compromete innecesariamente su imagen y capacidad de negociación con esta iniciativa. ¿O qué se le puede responder –sinceramente– al próximo maestro o enfermera que, en medio de la siguiente huelga, argumente con razón que el Estado sí tiene plata para financiar comedias o thrillers auspiciados por el Ministerio de Cultura, pero no para mejorar sus sueldos o darles los instrumentos mínimos de trabajo?