Es todavía una remota posibilidad, pero en Estados Unidos se habla cada vez más de iniciar un juicio político, o ‘impeachment’, al presidente Donald Trump por presuntamente tratar de obstaculizar una investigación sobre su campaña presidencial, entre otras fechorías. De la misma manera, los brasileños destituyeron a Dilma Rousseff el año pasado y es muy posible que hagan lo mismo con el actual presidente Michel Temer tras reportes la semana pasada que revelan que intentó silenciar a un testigo que lo vincula con actos de corrupción.
El juicio político no es una práctica común en las Américas, pero debería ser utilizado con más frecuencia. En toda la historia de EE.UU., únicamente se ha intentado tres veces y solo en el caso de Richard Nixon acabó en la caída del presidente, aunque este renunció antes de que la Cámara de Representantes pudiera votar sobre ello.
Bajo el sistema presidencialista que predomina en el hemisferio, el Ejecutivo ha acumulado enormes y desproporcionados poderes, erosionando así los pesos y contrapesos necesarios para que funcione una república. Eso típicamente facilita la mala administración y la corrupción. Que el Ejecutivo tenga una burocracia inmensa encargada de hacer cumplir interminables regulaciones es una receta para la arbitrariedad y el abuso del poder. En el mundo en desarrollo que sufre de una débil institucionalidad, esto se vuelve un problema aún mayor.
Cuando ha habido abusos, el uso del juicio político sirve no solo para castigar sino también, y principalmente, para proteger la integridad del sistema democrático. En ese sentido, Brasil está dando grandes lecciones a la región. Ante el escándalo Lava Jato, cientos de personas entre las más poderosas del mundo de los negocios y de la política brasileña han sido investigados y se han ejecutado decenas de sentencias. Que la corrupción masiva involucrara a tantos líderes de la élite se debe en sí a que el Estado, y especialmente el Ejecutivo, tenga tanto poder.
Lo novedoso de Brasil es que se está sancionando a quienes participaron de la corrupción. Respecto al juicio político, Brasil ha estado a la vanguardia. A Rousseff la destituyeron por un delito que presidentes anteriores habían cometido (pero en el que ella incurrió a mayor escala). Quizá no hubiera ocurrido sin el escándalo Lava Jato que la estaba rodeando, pero el efecto fue el mismo: reforzó la rendición de cuentas del Ejecutivo, lo que se podrá aplicar también a Temer hoy.
En un par de semanas Brasil desatará una bomba en la región: soltará los nombres de las autoridades en toda América Latina que recibieron coimas de Odebrecht. Ojalá los países latinoamericanos estén a la altura de Brasil a la hora de tratar estos casos de alta corrupción. Será una oportunidad para reconsiderar el papel del juicio político. En un país como el Perú, donde más de un ex presidente podría terminar en la cárcel por corrupción, vale la pena preguntar si la posibilidad del ‘impeachment’ podría haber hecho alguna diferencia.
En todo caso, es hora de que la región empiece a tomar en serio el juicio político como una herramienta más para el buen funcionamiento del Estado. Claro que, bajo el sistema presidencialista, el ‘impeachment’ puede causar inestabilidad política y económica, como está ocurriendo hoy en Brasil. Y claro que puede haber relativa estabilidad aun cuando hay un alto grado de corrupción, como ha sido el caso del Perú. Pero ambos casos apuntan a que con más prosperidad, crecimiento de la clase media y otras transformaciones sociales en años recientes, las democracias latinoamericanas son lo suficientemente maduras para tener mayor rendición de cuentas y estabilidad a largo plazo.