Sobre “vándalos” e “infiltrados”, por Carlos Meléndez
Sobre “vándalos” e “infiltrados”, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

¿Cuándo un ciudadano se convierte en “vándalo”? ¿Cuando se cubre el rostro y “ataca a la policía” con piedras? ¿Cuál es el umbral que separa la protesta justa de un ciudadano defendiendo sus derechos al libre tránsito, de un acto cuasiterrorista que atenta contra el libre tránsito de los demás? Las recientes movilizaciones sociales por el rechazo a los puestos de peaje establecidos en el distrito de Puente Piedra dejan en evidencia prejuicios y estigmas que distancian socialmente a los limeños. La prensa –lamentablemente– refleja la profundización de estos desencuentros.

La protesta en Puente Piedra no sorprende; ya la Defensoría del Pueblo había alertado del malestar. No obstante, la grave carencia de un sistema de procesamiento de demandas sociales refuerza el “método del ninguneo”, provocando el escalamiento del conflicto. Revise usted cualquier estallido social contemporáneo –‘baguazo’, ‘moqueguazo’, Conga, etc.– y encontrará una constante: el desprecio estatal como condicionante de la respuesta violenta. 

El justo reclamo –¿a quién se le ocurre poner un peaje dentro de zonas residenciales, con el agravante de que son de bajos ingresos?– es deslegitimado socialmente. Esta protesta se empaqueta periodísticamente como un hecho de violencia anómica, radicalizado por “azuzadores senderistas”. El estereotipo que se proyecta mediáticamente es el de “vándalos” e “infiltrados senderistas”, lo que provoca una ola reaccionaria que reproduce los reflejos “mano dura”. Así, las autoridades estatales legitiman la represión y la opinión pública celebra eufórica la estigmatización de los movilizados como “terrucos”. Más represión no es orden, sino ignorancia y desprecio sociales camuflados de “medidas de seguridad”.

Cuando una protesta social alcanza picos de violencia es porque no ha encontrado forma institucional viable para mediar su demanda. La insatisfacción es el imán que atrae a operadores radicales, quienes cumplen la función de llamar la atención de manera desbordada (luego del fracaso de las autoridades políticas respectivas). Dicha violencia es una estrategia de movilización, una suerte de megáfono hacia el espacio público; no es innata en marginales –como se estereotipa–. Los distintos actores sociales tienen distintas maneras de proyectar públicamente sus requerimientos. Si nos quedamos en el plano estrictamente limeño, podemos decir que los vecinos de San Isidro y Miraflores tienen al alcance de la mano los noticiarios televisivos para quejarse sobre la eliminación de puestos de estacionamiento públicos. Los de Puente Piedra –luego de varios intentos–, recurrieron a la violencia. La protesta es, pues, el lobby de los pobres.

El polvo en los zapatos de un limeño es el criterio para distinguir a un “poblador” de un vecino. Este uso discriminatorio de etiquetas reproduce, inadvertidamente, la distancia social y, por lo tanto, la violencia que denuncian con menosprecio. No se trata de ponernos en los zapatos del “otro”, sino de comprender que somos un “nosotros” con problemas cotidianos similares (estacionamientos públicos y eliminación de peajes). No estamos ante un problema exclusivamente de planificación urbana, sino de convivencia social.