Es un gran mérito de este Gobierno, y de Devida bajo la dirección de Carmen Masías, lo que se viene logrando en el valle del Monzón. Durante cuatro décadas ese valle fue una zona liberada del narcotráfico y el narcoterrorismo al que ningún régimen se decidió a entrar, más allá de algunos tímidos intentos que acabaron con el Estado echado a patadas –cuando hubo suerte– de la zona. La única excepción la puso el ministro Rospigliosi, que destruyó más de 100 laboratorios de cocaína en solo una semana, pero esta excepción duró poco. Todos los demás gobiernos han intentado básicamente mantenerse al margen de lo que sucedía en la zona por miedo a no poder controlar la situación si intervenían en ella. Hasta que este régimen decidió arriesgarse y tomó al toro por las astas, con muy buenos resultados a la fecha.

En efecto, desde enero de este año hasta hoy, el Gobierno ya ha erradicado 1.444 hectáreas de las 8.000 que se estima tiene el Monzón. Y planea erradicar las restantes para junio sin que esto suene a promesa incumplible: el Estado tiene 1.200 trabajadores del Ministerio del Interior erradicando cocales en el Monzón, con 600 policías resguardando su labor. Lo singular del éxito alcanzado por el Gobierno, sin embargo, no está en esto: ya el Estado ha erradicado antes en otras zonas solo para volver a ver crecer la coca como vuelve el mar sobre la arena. Lo remarcable es que en setiembre del año pasado, el Gobierno logró un acuerdo político con el principal gremio cocalero del Alto Huallaga, y hasta hace poco el más recalcitrante del país, para su programa de erradicación y sustitución de cultivos. Y que hace únicamente un mes obtuvo un acuerdo firmado en el mismo sentido con los alcaldes del Monzón, varios de los cuales, al igual que el mencionado gremio, eran hasta hace no mucho representantes del discurso de “coca o muerte”. Esto es lo que le da buenas perspectivas de sostenibilidad a lo que está logrando el Gobierno en el Monzón.

¿Cómo se lograron estos acuerdos históricos? Por medio de una estrategia dual. Por un lado, se hizo más costoso el negocio de la coca en la zona acabando con su protector armado (el brazo de Sendero Luminoso que comandaba ‘Artemio’) al tiempo que se estrechaba el cerco erradicando los cocales en toda la periferia del valle (donde fueron eliminadas más de 2.000 hectáreas de coca en el segundo semestre del año pasado). Por el otro lado, y en paralelo, se aprovechó el escaso margen del negocio que los narcotraficantes dejan a los campesinos cocaleros (la mayoría sigue viviendo bajo la línea de pobreza) para acercarse a sus bases y convencerlos de las posibilidades del café, el cacao, la palma y otros cultivos alternativos que han funcionado ya bien en otros lugares, y para persuadirlos también de la ayuda que el Estado les puede brindar como parte de su programa poserradicación.

Ahora bien, reconocido todo esto, es importante señalar el gran riesgo que nuestra ofensiva contra la producción del narcotráfico tiene por delante. Nos referimos a lo que los especialistas llaman el efecto ‘globo interno’. Una situación en la que el Estado presiona por acá, solo para lograr que el “globo” se infle por allá. Y, de hecho, según el especialista Rubén Vargas, por ejemplo, en los últimos tiempos están apareciendo nuevos cultivos en Pichis Palcazu (en Pasco), que algunos expertos como Jaime Antezana ya denominan “el nuevo VRAE”, en Huipoca y Contamana (en Ucayali) y en Sandia (en Puno).

La única manera que el Estado tiene para evitar este efecto y no acabar correteando los cocales alrededor del territorio nacional, a la manera de las persecuciones en las caricaturas, es intervenir a la vez y con la misma intensidad en todos los valles que son opciones abiertas para el narcotráfico (básicamente, los de la ceja de selva). Si se estrecha el cerco por todas partes al mismo tiempo, aumentando en todos estos lugares el costo de producir coca y cocaína en el país, se puede esperar alcanzar un punto –como el que alcanzó Colombia– en el que al narcotráfico le sea más rentable mudarse a otro lugar. Tristemente, esto es lo máximo a lo que se puede apuntar mientras no haya algún tipo de solución internacional que acabe con los incomparables márgenes que hoy supone el negocio del narcotráfico.