Foto intervenida.
Foto intervenida.
Renato Cisneros

“Hemos encontrado una foto de tu papá en El Comercio, pero no estamos seguros de si eres tú quien sale con él. Te la mando para que nos confirmes”, me escribió la semana pasada la periodista Fernanda Huapaya, quien preparaba un reportaje alusivo al Día del Padre para esta misma revista.

Recibí el archivo mientras viajaba en el metro. No bien lo abrí sentí un mazazo. Era una imagen que nunca antes había visto. Estaba seguro de conocer todas las fotos en las que aparecíamos mi padre y yo, pero esta me resultaba completamente nueva. Nueva, dramática, reveladora. Para cuando pude quitarle los ojos de encima, ya me había pasado tres estaciones.

La foto data del 29 de julio de 1982. Fue captada en el Presbítero Maestro durante el entierro de mi abuela paterna, Esperanza Vizquerra. Mi padre, el ‘Gaucho’ Cisneros, era ministro de Guerra en ese momento. A su izquierda, con terno claro, aparece su hermano mayor, mi entrañable tío Luis Jaime. El otro niño es Nacho, mi primo, entonces futuro bajista de La Liga del Sueño. A la izquierda de mi padre, diciéndole algo al oído, se ve a mi hermano Luis Fernán. Más atrás distingo a Manuel Ulloa y al general Hermann Hamann.
Todo indica que la foto corresponde al momento preciso en que
el féretro de mi abuela es depositado en el nicho, lo cual explicaría las expresiones acentuadas de desconcierto y congoja. Se siente el clima pesado del cementerio, la tensión, el olor a difunto.

Lo que más me impacta, desde luego, es la gestualidad de mi padre. Lo he contado en mi novela La distancia que nos separa: la nuestra fue una relación que pasó por todos los niveles afectivos posibles. Admiración, dependencia, desapego, frustración, decepción. Supongo que así es el amor paterno-filial: oscilante, difícil.

No abundan en nuestro archivo familiar fotos donde él se muestre cariñoso conmigo. Las hay, pero no suman más de cuatro. Por eso me produjo tanta intriga la súbita aparición de esta postal llegada directamente del pasado; en días, además, en que todos mis pensamientos están puestos en la paternidad que pronto me tocará experimentar.

A primera vista, la actitud de mi padre en la foto es la de un señor que consuela a su hijo. Sin embargo, esa mano izquierda tendida sobre mi cabeza está llena de connotaciones. Por un lado es una mano dócil, que bendice, que calma, que transfiere algún tipo de legado. Por otro, parece una mano autoritaria, que limita, que parece decir quédate ahí, no crezcas más, no salgas de tu papel de hijo.

Más arriba, la mano derecha, a la vez que compone un ademán de confidencia, también invita a pensar en el silencio, en el secreto, en las que cosas que un adulto debe callar.

Todas esas, claro, son puras especulaciones retrospectivas. Solo una cosa es verdad: el hombre acaba de perder a su madre, está devastado y su reacción instintiva es proteger a su tribu, en particular a ese hijo de siete años que entrelaza las manos mientras ve cómo la muerte ronda su entorno por primera vez.

Para un millennial, cuya existencia ha sido hiperdocumentada desde el minuto uno, hallar una foto de su niñez no debe de tener la menor importancia. Por oposición, para quienes hemos crecido en esos años en que la foto era la excepción, un hallazgo así representa un tesoro.
Hay imágenes que no requieren interpretación alguna; otras, en cambio, reclaman arqueología sentimental. Esta es una de esas fotos. Mientras más la veo, más reconciliado me siento con ese hombre que aparece allí, vestido impecablemente de negro. Es curioso, papá: aún como fantasma sigues encontrando la manera de sorprenderme.

Esta columna fue publicada el 17 de junio del 2017 en la revista Somos. 

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