Mi reencuentro con los lectores en la FIL, por Renato Cisneros. FOTO: Twitter.
Mi reencuentro con los lectores en la FIL, por Renato Cisneros. FOTO: Twitter.
Renato Cisneros

Me siento detrás de una mesa, destapo un lapicero y recibo uno por uno a los lectores. La fila es larga. Visto de lejos, en otro contexto, podría confundírseme con un burócrata, un agente de migraciones, cualquier funcionario de escritorio que detenta un tipo de poder que se manifiesta a través de un sello estampado con violencia o un visto bueno garabateado con desgano.

No es el caso, pues estoy en la Feria del Libro. Además, las personas alineadas frente a mí no tienen rostro de querer interponer un reclamo ni tramitar una hipoteca. No mastican rabia ni miran con hastío. Sus caras, al contrario, traslucen una emoción pacífica. Los veo pasar y me pregunto qué extraordinario sortilegio permite un ritual así de generoso. En el fondo, cada encuentro es un brevísimo canje de recompensas: ellos obtienen un puñado de frases escritas con tono de dedicatoria y una firma que quizá atesoren o quizá no. La ganancia que recibo, en cambio, es infinitamente superior: retazos de vidas que se resumen durante los segundos que dura cada conversación.

La mujer que viajó desde Trujillo, dejando esposo e hijos, tan solo para poder vivir este momento. La señora que, en voz baja, confiesa que todos los sábados lee esta columna a su madre invidente y, cuando no puede hacerlo, la deja grabada en un archivo de voz. El caballero que declara ser taxista y recuerda que un día fui su cliente y tuvimos una conversación que, según afirma, lo animó a convertirse en padre. El chico que admite que él también se moría de miedo de traer a su hijo al mundo. El niño que me entrega una bolsa en cuyo interior hay un gorro de lana que su madre ha tejido para mi hija, invirtiendo quién sabe cuánto tiempo. El joven que estudia Periodismo pero secretamente anhela convertirse en escritor y me pide al vuelo un consejo para empezar a escribir, ignorando que la única forma de escribir es colocar una palabra detrás de otra a la espera de que juntas hagan sentido. La doctora que asegura haber leído “absolutamente todos” los libros que he publicado (incluidos ciertos títulos que no recuerdo siquiera haber escrito). Los muchachos que llegan con chocolates, galletas de soda, sándwiches de pollo y cupcakes, provisiones que me llevan a reflexionar acerca de lo mal nutrido que se me ve.

Recibo a los lectores y trato de improvisar dedicatorias lo suficientemente cálidas para darle al libro la oportunidad de ser releído en el futuro, cada vez que sus propietarios se topen casualmente con esas palabras escritas a mano y sientan o vuelvan a sentir la misma afinidad. Me ha pasado: he releído o al menos vuelto a hojear libros al reencontrar las bonitas dedicatorias de sus autores. Por lo general, me cuido de no repetir una dedicatoria, aunque a veces caigo en fórmulas reiteradas que no por eso dejan de ser sinceras. Con frecuencia uso: “…esperando que alguna de estas páginas se quede contigo para siempre”. A veces, en lugar de “páginas”, uso “personajes” o “líneas” y así trato de aplicar modestas variaciones para no aburrirme de mí mismo, para no sentirme un robot ni hacer de la firma un acto mecánico.

No deja de llamarme la atención lo serenos que se ven los escritores cuando firman sus libros. Qué distinto a cuando los escriben. Ahora, al borde de esta mesa, luzco calmado, pero ninguno de estos amabilísimos lectores habría querido acercárseme en los días en que vivía encerrado, irritable, desconfiando de cada párrafo del libro, revisando enfermizamente cada oración que pudiera dejar un cabo suelto, convencido una vez más de que mi historia no llegaría a interesar a nadie. Al final, uno es algo así como un animal suelto, anestesiado, cuyo ánimo es restaurado por los visitantes, pero que luego, cuando estos se marchan, regresa obediente a la jaula donde pertenece.// 

Contenido Sugerido

Contenido GEC