Mediodía del 11 de enero de 1965. Es un lunes, pero parece viernes en el aeropuerto Jorge Chávez: acaba de aterrizar la diva francesa Brigitte Bardot, la famosa BB, elevada por los hombres de aquella época a una categoría que con el paso del tiempo dejaría de ser consagratoria para volverse denigrante: sex symbol.
Cuando nueve años atrás apareció en “Y Dios creó a la mujer”, los varones –tan predecibles– se olvidaron de las tetas de Sofía Loren y las piernas de Gina Lollobrigida para convertir en la Bardot en su nuevo amor platónico. Una década más tarde, no era exclusivamente estrella de cine, sino que además cantaba (de hecho, meses antes de pasar por Lima había lanzado su tercer disco como solista).
Pero miremos la foto. La actriz ha llegado directamente desde Río de Janeiro, en el mismo Varig Convair 990-A que un día después la llevará a Bogotá, su segunda escala antes de arribar a México para filmar ¡Viva María!
Con los ojos marrones castaños abiertísimos y las pestañas escrupulosamente delineadas, la rubia platino es capaz de ponerle color al retrato en blanco y negro. Es un huracán de luz en medio de la grisura metálica de una Lima que no brilla ni en verano; una mujer en el esplendor de sus treinta que, a pesar de saberse hermosa, muestra un gesto de pudor protegiéndose del viento que amenaza con levantar su vestido a rayas. No le interesa mostrar más de la cuenta. No quiere imitar a Marilyn en Manhattan. O quizá sí, pero no hoy día.
El ángulo de la imagen –y el zoom de la laptop– nos permite advertir detalles que, desde otra posición, podrían pasar desapercibidos: el dije en forma de corazón que cuelga de su cuello, las gafas redondas de Dior entre las manos, la pulsera de cuentas redondas en la muñeca izquierda, una huella de cicatriz en la pantorrilla del mismo lado, y arriba, en lo profundo de la dentadura, dentro de esa boca que besó a hombres tan decididamente guapos como Warren Beatty y Alain Delon, dos curaciones de amalgama.
En la foto también vemos la mano de una mujer casada, de cuyo hombro cuelga una cartera. Es la asistente de la Bardot, la que le alcanza los papeles que han traído los fanáticos en busca de un autógrafo (lo sé porque hay un video de ese momento y me he tomado la molestia de revisarlo). El otro personaje, el sujeto de atrás, tiene todo el aspecto de ser uno de los individuos encargados de garantizar la seguridad de la actriz (aunque de eso realmente se ocuparán los tres guardias civiles que están por entrar en escena). Detrás de la Bardot está el capitán del vuelo, de quien apenas notamos los pantalones y los brazos cruzados; será él quien consiga el regalo que la estrella ha solicitado antes de descender: «un puñado de tierra peruana». Aún no ha salido de la nave el novio, Bob Zagury, productor carioca con el que Brigitte se dejó ver en Brasil, en una playa de hippies y pescadores que estaba a punto de volverse famosa, Buzios. En la foto, ella está a cuatro meses de romper con Bob para irse con un playboy millonario alemán, a la larga su tercer marido. Pero el hombre de su vida no es ninguno de ellos ni será otro que Nicolas, su hijo, que cumplía cinco años el mismo 11 de enero en que BB llegó a Lima.
El próximo 28 de setiembre esta mujer-leyenda cumplirá noventa años (curiosamente, los mismos que la Loren). Muchos de sus viejos fans, que aprendieron a admirarla viéndola en bikinis caminando despreocupada por las arenas de Saint Tropez, se decepcionarían si oyesen las opiniones de la señora Bardot contra los inmigrantes, los negros y los gays, motivo por el cual lleva acumuladas media docena de condenas judiciales. Y no, hoy Brigitte ya no es la chica que baja la escalinata del avión en el Jorge Chávez, esa turbadora mujer que, como dijo en su momento Simone de Beauvioir, «come cuando tiene hambre, folla cuando le apetece y hace lo que le viene en gana».
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