“Me decidí por el Real Madrid al ver el estadio”, nos contó Alfredo Di Stéfano. Así le puso punto final a la que, hasta hoy, fue la negociación más polémica y encarnizada de la historia del fútbol. Alfredo había ido a España en gira con Millonarios y deslumbró en igual proporción a directivos del club merengue y del Barcelona. Allí comenzó una puja titánica entre ambos clubes. Tironeo que consumió mares de tinta en los diarios del mundo; se han escrito libros incluso.
Barcelona arregló con River Plate, dueño legal de la ficha del jugador. El Madrid acordó con Millonarios, donde jugaba la Saeta, en aquella célebre liga pirata que funcionaba en Colombia. Ambos obraron de buena fe. Y tras una batalla sin parangón, la Federación Española decidió salomónicamente que Di Stéfano defendiera dos temporadas los colores del Madrid y otras dos los del Barza, alternándose. Así por cuatro años. Un disparate atómico. Alfredo estuvo dos meses en Barcelona, entrenando y jugando algún amistoso, hasta que le dieron la orden de trasladarse a la capital.
“Cuando vi el estadio Chamartín, me dije: aquí me quedo”, recuerda el inventor de la globalización del juego: lo transformó en una dinámica de toda la cancha que puso en agonía las posiciones fijas. “Mira que el Madrid no ha ganado un campeonato en veinte años”, le advirtió un amigo. “No importa, un club que tiene un estadio así es un grande”, respondió con la misma seguridad con que enfrentaba arqueros. Tal decisión equivalió a una segunda fundación del Real Madrid. En esa nueva vida sería el club más afamado del planeta gracias a los goles y hazañas de su centrodelantero.
La confesión nos la obsequió en 1991 en Guayaquil. Se reinauguraba el estadio Capwell, del Emelec, y este cronista fue comisionado (halagado) para llevar a Alfredo a la fiesta de presentación. Es que allí había debutado Di Stéfano en la Selección Argentina. Y para no profanar su foja de servicios, fue campeón sudamericano y goleador de su equipo.
Detrás de la cáscara de gruñón eterno habita en él un sujeto noble, graciosísimo y tierno, que ha levantado un monumento a la amistad: Di Stéfano ha vivido rodeado de amigos. Estamos persuadidos de que, si aún hoy, a los 82 años, se levanta y sigue, es por la certidumbre de que en su despacho del Madrid, en el café de la esquina o en el restaurante frente al Bernabéu lo esperan sus viejos camaradas. Aceptó aquella invitación a Ecuador con la condición de que también fuera Pipo Rossi, un hermano de sangre. Juntos surgieron en River, juntos emigraron a Colombia, en la misma casa vivieron en Bogotá.
Pasamos una semana maravillosa en la que ambos abrieron un frondoso anecdotario del que nos hicieron beneficiarios. Allí narró Alfredo la que, creemos, es la más bella y tierna de todas las historias que hayamos escuchado en tantos años de fútbol.
“Finalmente me quedé en el Madrid”, refirió. “Era 1953. Apenas había empezado el campeonato. En la quinta fecha, creo, fuimos a jugar contra el Oviedo. Antes se iba en tren.”, dice, casi como un reproche a las comodidades actuales. “Y a la mañana siguiente, el domingo, lo de siempre: después del desayuno salimos a caminar un poco por la ciudad, a estirar las piernas. Íbamos por la plaza, tres adelante, dos atrás, así. cuando escucho a mi espalda un llamado: ¡Alfredito, Alfredito.! Me quedé como paralizado.”, tomó un respiro dándole más expectativa al relato.
“Alfredito sólo me decían en mi casa, en Buenos Aires, mi familia, los vecinos de la cuadra, no muchos más. Me di vuelta y era don Jesús Menéndez, el dueño de la panadería El Mortero, de Barracas, mi barrio. Era un gallego divino, buenísimo. Yo lo quería porque de chiquito entraba en la panadería y él me acariciaba la cabeza y me regalaba facturas (panes dulces)”.
Con esfuerzo, hizo un dique en sus ojos para contener las lágrimas. “Y se me apareció allá en Oviedo. Don Jesús me tomó la cara con sus manos y me dijo: Alfredito, he venido para verte jugar”.
Como transpolado a aquel instante, el duro Di Stéfano pareció entregarse a la emoción. “Me agarró una cosa. Se me aflojaron las piernas. Barracas fue el barrio de mi infancia, luego me mudé a Flores y más tarde me fui a Colombia, hacía tiempo no lo veía. El gallego había vendido la panadería y se había vuelto a España. Y me fue a ver. Me juramenté que esa tarde la rompería. Antes de terminar el primer tiempo hice un gol y lo busqué a don Jesús para dedicárselo. Así estuvo cuatro o cinco años, siguiéndome a todas las canchas de España. Hasta que un día no lo vi más, habrá muerto.”