Pasaron quince días, parecen quince años. La Copa América de Brasil ya fue a parar a un baúl lleno de olvidos. “A pior Copa America da historia”, tituló Paulo Cezar Lima en su columna de O Globo. Un Paulo Cezar de extraña carrera: se inició en Unión Magdalena de Colombia en 1965, jugó en el Junior y luego volvió a Brasil para triunfar en Botafogo y ser campeón mundial en México ’70 al lado de Pelé, Tostao y toda la orquesta. Él lo analizaba desde el prisma futbolístico. Sí, fue regular tirando a pobre. Que un marcador de punta de 36 años (Dani Alves) resultara la única luminaria revela el nivel del torneo como espectáculo. Brasil mismo fue un campeón justo y eficiente, aunque olvidable. Y apenas un puñadito de partidos se salvan del ostracismo: Uruguay 1 - Chile 0 (el mejor), Brasil 5 - Perú 0, Colombia 2 - Argentina 0, Perú 3 - Chile 0, quizás podríamos agregar Brasil 2 - Argentina 0, más por la tensión que por lo atractivo del juego…
Acaso el único éxito remarcable sea el de taquilla: se obtuvieron 55.968.014 dólares por venta de entradas en los 26 partidos, a un promedio de 2.152.616 dólares por encuentro. Pero también eso tiene explicación: las boletas eran carísimas. Un ingreso medio para ver Paraguay-Catar o Bolivia-Venezuela costaba alrededor de 70 dólares. De allí que el portal Globoesporte abordara el tema de manera crítica con un titular explícito: “Fracaso de público, suceso de renta”. Hablaba de la exorbitancia de los precios: “Un tiquete medio para el juego Chile-Ecuador costaba 202 reales (52,47 dólares), casi el doble que un boleto de la final del Campeonato Paulista, que salía 106”. Desde luego, hablamos de las localidades comunes. Las VIP rondaban los mil dólares. El Maracaná tiene capacidad para 78.838 espectadores, pero en la final Brasil 3 - Perú 1 se vendieron 58.584. Veinte mil menos, y eso que asistieron varios miles de peruanos llegados desde su país y de otros puntos. Si la final era con Catar tal vez no llegaban a cuarenta mil. Así fue todo: estadios enormes, público pequeño.
Hubo jornadas desmoralizantes: Ecuador 1 - Japón 1 concitó apenas a 2.106 pagantes (mayoría de la colonia japonesa en San Pablo); en un gigante como el Mineirao, fue como jugar a puertas cerradas. Y Venezuela 3 - Bolivia 1 (en el mismo recinto) no mucho más: 4.640. Se dijo que Brasil-Argentina jugarían a estadio lleno, aunque tampoco fue así: vendieron 52.235 boletos, pero quedaron bastantes lugares libres. Y hablamos de un país de 220 millones de habitantes.
Pablo Romero, enviado especial a Brasil por El Tiempo, de Bogotá, percibió más o menos lo mismo que todos los extranjeros que allí estuvimos: “Fue mi segunda Copa América, estuve también en Chile 2015. La de Brasil fue una Copa sin atmósfera de Copa, sin pasión ni fervor de parte de los anfitriones. Cero colorido, cero mercadeo, cero publicidad y cero interés. No digo que los brasileños no sean futboleros apasionados, sí que a este torneo lo miraron con extraña indiferencia. El calor lo pusieron los hinchas visitantes, que de todas formas no fueron una multitud”.
Efectivamente, los argentinos y colombianos, y en orden decreciente peruanos y chilenos, en menor medida uruguayos salvaron la ropa, le pusieron unas pizcas de sal a esta Copa América sin calor, sin euforia ni repercusión, carente de entusiasmo. El hincha brasileño fue completamente ajeno al torneo.
“Terminada la final fuimos con mi compañero a Copacabana a ver si había fiesta o gente celebrando, pero no había nadie, me sorprendió; en los alrededores del Maracaná tampoco -dice Miguel Vallenilla, fotógrafo venezolano. -Y en la semana previa fui a hacer fotos de niños jugando a la pelota en la playa, tampoco encontré, no lo podía creer. Siempre pensé que Brasil era el país más apasionado por el fútbol. Es buena materia para hacer un estudio de por qué se está perdiendo euforia”.
“Brasil es, cada vez más, el expaís del fútbol”, dice José Henrique Mariante en su artículo para Folha de São Paulo. Comenta cómo ha ido cediendo protagonismo en los torneos mundiales, hoy en manos de países que hacen del deporte una política de estado, caso Alemania, Francia, España. Es posible también que la poca pasión que se nota en general se deba a la falta de grandes ídolos, como había en el pasado. La figura actual -Neymar- no cuenta con el aprecio de la gente. Basta entrar en cualquier artículo referido a él y leer los comentarios del público.
No se vio un cartel en los aeropuertos dando la bienvenida a los visitantes, ni afiches ni banderas ni eventos colaterales. Tampoco asociaron al torneo a grandes figuras, que Brasil tiene por docenas, como Ronaldo, Rivaldo, Romario, Roberto Carlos, Bebeto, Zico, Falcao, etcéteras varios. Apenas Cafú acompañó en algunos actos al presidente de la Confederación Brasileña, pero tuvo mínima visibilidad.
Digamos que a Brasil le correspondía organizar la Copa América, puso los estadios y ya, no más. Hemos contado el episodio del Colombia-Catar en el que estuvimos fuera del Morumbí las dos horas previas al cotejo y vimos entrar miles de personas. Casi podríamos sostener que las 22.079 personas que pagaron su localidad ese día eran colombianas. O sea, si la ciudad sede (en ese caso San Pablo, con una población de 22 millones) no aporta un hincha neutral, ¿para qué realizar un torneo allí…?
“La indiferencia hacia la Copa fue total -dice Fernando Jiménez, director del diario deportivo Todosport, de Lima-. Los brasileños no se involucraron. Ni para comprar un souvenir había. No hubo efervescencia. Es mi octava Copa América, no he visto una organización tan opaca. Y los precios, terribles. El colega Carlos Navarro me decía que gastó 2.600 dólares en pasajes de vuelos internos siguiendo a la Selección Peruana”.
La Copa América toca cada muchos años a un país; una vez que empiece la rueda cuatrienal -a partir de 2020- será cada cuarenta. Merece ser bienvenida y atendida, vivida y gozada con intensidad. Y organizada no con mero afán comercial sino con el objeto de mostrarse como nación. El local debe asumir el rol de anfitrión, con lo que ello implica. Colombia y Argentina tendrán en 2020 la ocasión de montar una Copa extra. No hay duda de que, sólo con la pasión de ambos pueblos por el fútbol, superarán de largo a esta desangelada edición 2019. Tienen once meses para prepararse. Bajar el costo de las entradas, mejorar los campos de juego (muy criticados en Brasil hasta por el mismo técnico Tite, quien catalogó de absurdo su estado) y realizar muestras, festivales, exposiciones en combinación con las alcaldías. Aunar lo cultural con lo deportivo, embanderar las ciudades. El fútbol no puede solamente ir a exprimir el bolsillo de la gente. Debe dar algo más que partidos, si no nos quedamos en casa y lo vemos por TV.
La Copa América fue siempre una fiesta en cada país que la albergó. Debe volver a serlo.