Con Zidane ocurre algo curioso: nadie cree que sea uno de los mejores entrenadores del mundo. Para muchos la discusión está estancada en la dicotomía Guardiola-Mourinho, hay quienes apuestan por técnicos más mediáticos como Simeone, pero los más exquisitos, por “paladar”, prefieren propuestas más vistosas como las de Conte o Klopp. (En Sudamérica los bielsistas tendrán algo que decir en esta polémica).
Es curiosa la invisibilización porque Zidane dirige al club más poderoso del planeta, es decir, reflectores no le faltan, y posee un pasado tan notorio como crack que incluso las personas ajenas al fútbol conocen el exabrupto que marcó su retiro. A todo ello se suma un dato clave: su campaña como director técnico, en términos de efectividad, es superior a cualquier otra de sus antecesores y, además, lleva 31 partidos invicto (a 8 del récord que estableció el Barza). La falta rodaje como DT pero en su breve carrera suma ya una Champions y una Supercopa. No queda claro por qué pasa tan por debajo del radar.
Una razón, al menos en el ámbito ibérico, es que se le percibe como un hombre de Florentino Pérez, un técnico interino con respaldo popular en virtud de un legado como jugador que, digamos, tuvo la suerte de finalizar por lo grande una campaña que Benítez dejó chueca. Pero esa idea, rácana, es insostenible desde una tribuna internacional.
Otra posibilidad reside en su estilo parco, que dista mucho de estar a la par de la institución que representa. El francés es lacónico tanto en las conferencias de prensa como en el banquillo. La elocuencia no es uno de sus méritos y su manera de resolver el manejo de la interna, el “micromanagement”, es totalmente reservado. Su gestión reduce la noticia extrafutbolística y da pocos titulares ajenos al juego lo que, ironía, no es necesariamente grato para ciertos sectores acostumbrados a usufructuar el escándalo.
Una tercera hipótesis es que Zidane dista de ser un innovador. No ha revolucionado la táctica ni se ha caracterizado por moldear un equipo que se caracterice por exhibir un fútbol ni especialmente artístico ni especialmente conservador. Ha tenido, sí, la virtud de potenciar rendimientos individuales y de lograr que el Real Madrid recupere un sentido de la preeminencia en España y Europa: no hay conjunto que se enfrente a los merengues con la condición de favorito. Pero no hay espectacularidad, lo que no es precisamente un defecto.
Los más ingenuos sostienen que hay poco mérito en obtener rendimiento de monstruos como Cristiano Ronaldo, Gareth Bale, James Rodríguez, Luka Modric, Sergio Ramos y el resto de estrellas que brillan en el firmamento madridista. Pero solo con imaginar cuán complicado es armonizar esa fiesta de egos multimillonarios en un camerín -hay que recordar cuántos han fracasado en esa empresa- debería ser un contraargumento suficiente.
Zidane es un DT interesante, pero aún no ha madurado. Su equipo da la sensación de no estar siempre a plenitud, con el descargo de que la mayoría de las veces eso basta. Mientras, ha oscilado entre varios esquemas (4-3-3, 4-2-3-1 y 4-4-1-1) de acuerdo al plantel que ha tenido disponible, aunque su mejor logro es haber encontrado la posición de Isco, quien se ha convertido en una mezcla de volante creativo y segundo delantero con absoluta libertad para recorrer los tres cuartos de cancha, detrás del portugués, en una posición en la que él, claramente, puede dar algunos consejos.
Si el Real Madrid es una expresión de Zidane, lo que podríamos decir es que posee un sentido clásico del fútbol, donde prima el equilibrio, el balance pero también la contundencia. Falta ver si ello será suficiente ante el Barcelona el próximo sábado.
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