Hubo una época, no muy lejana, en la que los peruanos mirábamos tenis. Teníamos fútbol, NBA y atletismo con Pocho Rospigliosi, automovilismo y boxeo con Kike Pérez, y cuando arrancaba la Copa Davis había que pegarse al Canal 7 para escuchar a Norma Baylón, Miguel Maúrtua y Felipe Carbonell descifrar los intríngulis de este juego que a pesar de jugarse de blanco siempre se vivió con pasión.
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Con ellos conocimos cómo irse a la guerra con Pablo Arraya, héroe de la batalla de Buenos Aires del 86, cuando el Lawn Tennis argentino pareció tomado por barras bravas y el Tigre, cancherísimo, les regalaba sonrisas mientras dirigía los insultos con que lo ametrallaban desde la tribuna.
También aprendimos que cada golpe podía ser una demostración de belleza si salía de la diestra de Jaime Yzaga, dueño del revés más sublime del circuito en esos años maravillosos.
En el 88 vino Agassi en jeans, una cabellera indomable y su vitalidad sin límite. Jaime le ganó un primer set larguísimo 8-6, aunque terminó perdiendo 3 a 1 en un partido que se prolongó dos días por falta de luz. También vimos los primeros pelotazos de Aramburú, disfrutamos de Di Laura, conocimos a Tupi, al Chino y al gran Lucho Horna, ganador de Roland Garros en el dobles del 2008.
Por ellos también -y por Bartolomé Puiggrós y Gerardo Farfán en estas mismas páginas- seguimos a Laura Arraya y Pilar Vásquez, nuestras damas que ondeaban la blanquirroja en los principales courts del mundo. Laura Arraya llegó a ser 14 del mundo y Jaime Yzaga 18. Después de Alejandro Olmedo, ningún peruano llegó tan alto como ellos.
De pronto, hubo un vacío, un largo paréntesis que asomaba eterno. Hasta que hace unos días, un par de chiquillos hicieron que este futbolizado país volcara sus ojos hacia ellos. Uno se llama Juan Pablo Varillas, hoy en viada ascendente, metido entre los 61 mejores del mundo a una edad en la que otros empiezan el declive. Ella es una pequeña heroína, súbita como lo fue Kina Malpartida, porque en nuestro Perú solo parece haber lugar solo para los Cuevitas, Zambranos y Valeras. Se llama Lucciana Pérez, apenas se empina sobre los 160 centímetros, pero es dueña de un corazón que le revienta el pecho.
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Ricardo Montoya, uno de los pocos especialistas en tenis del país, rescata su derecha poderosa y su temple para superar momentos críticos. Su abuelo, el exárbitro Edison Pérez -en entrevista con Juan Carlos Esteves- dice con orgullo que su Luchi nunca se da por vencida. Para llegar a la final de Roland Garros se tumbó a dos rusas que la superaban en altura y técnica guerreando cada punto como si la vida se le fuera en ellos.
Juanpi ya está encarrilado en el circuito profesional ATP. Lucciana está en un momento bisagra. El tenis es un deporte complejo que además de talento, técnica y preparación física, requiere de fortaleza mental y dinero para competir. La falta de recursos a veces quiebra la persistencia y muchos jóvenes prefieren los estudios antes de perseguir una carrera de resultado incierto. “El camino es largo y lo que ha conseguido es una señal clara de qué está haciendo las cosas bien”, dice Pablo Arraya. Solo Lucciana podrá decidir lo que vendrá después.
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