Hace un par de semanas nos reunimos en Cartagena (Colombia) un grupo de empresarios peruanos. Nuestro objetivo: apartarnos por dos días de las actividades del día a día y discutir un tema relevante para nuestros negocios: la transparencia radical. El nombre suena a mucho –y quizá lo es– pero se trata simplemente de ser absolutamente honesto en la empresa.
La transparencia radical implica cosas como decirse la verdad a la cara y no a espaldas de las personas, total acceso de las personas a los datos del negocio, identificación y reconocimiento público a quienes más saben de temas específicos, meritocracia de ideas y varias cosas más. Pero la que me hizo reflexionar más –y aún no acabo– es la práctica de la veracidad absoluta en la información contable y financiera de la empresa.
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Y es que en las empresas familiares –la gran mayoría de empresas peruanas– la información financiera rara vez refleja la realidad del negocio. Una serie de licencias y prácticas (gastos personales, ventas no declaradas, activos familiares) hacen que la contabilidad y los estados financieros no sirvan para entender ni para valorar los negocios.
Y cuando llega el momento de vender la empresa o cuando al empresario le toca la puerta un interesado en comprarla, surge el gran problema. Los estados financieros tienen que rehacerse para que muestren la realidad y a la otra parte –comprador o vendedor– hay que hacerle entender el porqué es necesario usar otros estados financieros para poder negociar una compraventa de la empresa.
Las horas-hombre que se destinan a este esfuerzo son ridículamente largas. La desconfianza que genera en la otra parte nunca llega a borrarse del todo. Y esto, de alguna manera u otra, termina traduciéndose en el precio al que se cierra la transacción de compraventa.
¿No será que por ‘ganarse alguito’ –pensando en el corto plazo– los empresarios están dejando mucho dinero en la mesa a la hora de vender su empresa?
¿No será esta ausencia de transparencia radical una forma (cuestionable) de corrupción ‘light’?
Y lo peor es que, a la larga, terminamos creyéndonos la historia que nosotros mismos inventamos.