Una de las cosas que me cuesta mucho hacer son las caminatas en el campo. A raíz de un accidente de auto que tuve hace más de 20 años, mi tobillo derecho se dañó y necesito levantarlo para caminar apropiadamente. Ya imaginarán el reto de caminar en terrenos agrestes.
Hace unos meses hicimos una expedición con un grupo de personas interesantes, pero yo no sabía de antemano que incluiría tantas caminatas. Ya estando allí acepté el reto y me puse a andar con paciencia y buen humor, resignada a llegar siempre al final de la cola, con pena de demorar al grupo y sentir dolor al final de cada paseo, pero feliz de vivir esas experiencias.
Lo que definitivamente no sabía es que todas esas caminatas eran la preparación para la excusión final a un templo en la cima de una montaña, un camino de tres horas de ida y tres de regreso. Ya estaba decidida a no participar, puesto que de ninguna manera lograría llegar y menos bajar por esos caminos al borde de precipicios, resbaladizos por la lluvia ligera que no paraba de caer. Tenía ya mi plan alternativo hecho para mientras los demás hacían la hazaña de subir..
La noche anterior me llamó una de mis hijas y se sorprendió mucho porque yo no pensaba subir a ese lugar tan famoso y conocido por su belleza y valor cultural. “¿No tratarás siquiera mamá?”, me preguntó, “¿has viajado hasta allá para no intentarlo y tirar la toalla antes de empezar? Me sorprende de ti, esa no eres tú. Dale, tú puedes - me dijo entusiasta-, por lo menos trata”.
Sus palabras cambiaron algo dentro de mí. Desperté la mañana siguiente determinada a conocer ese templo, a hacer mi mejor esfuerzo y a realizar todo el trayecto a pie (ni siquiera a lomo de mula como muchos otros). La fuerza de mi determinación me sorprendió a mí misma, pero recordé experiencias pasadas donde también sentí esa fuerza arrasadora. Con nuevos bríos, supe que llegaría a la cima de la montaña.
No les voy a decir que fue fácil llegar ni les voy a contar las mil peripecias de la subida y peor de la bajada, con perdida y todo, ya casi a oscuras, pero sí les puedo contar que ese fuego interno que se prende dentro de uno cuando decidimos realmente lograr algo, nos hace fuertes decididos y hasta casi invencibles, me atrevería a decir. Lo hemos vivido todos cuando logramos despertar el poder de nuestra determinación. A veces es alguien quien nos motiva o anima a recordar nuestra fuerza interior – como lo hizo mi hija – y otras veces, es la necesidad o la responsabilidad por otros. Pero, una vez encendido, somos imparables.
La experiencia de recordar ese poder ha sido muy importante para animarme a retomar metas abandonadas y sueños olvidados. Para recordar que uno siempre logra lo que realmente se propone, si le pone pasión, fuerza, coraje, disciplina y mucho punche. Lo valioso cuesta mucho esfuerzo, pero nuestros sueños y aspiraciones están ahí, delante de nosotros, listos para que salgamos a su encuentro con la fuerza de nuestra determinación. ¡Vamos por ellos!