Mientras Argentina parece ir de manera decidida rumbo al desastre, el Perú tiene que anotar dos lecciones fundamentales: sin un sistema político estable y sin instituciones sólidas, no hay gobierno que pueda hacer reformas estructurales (por más competente que sea).
Eso es lo que le ocurrió a Mauricio Macri. Entró al gobierno en el 2016 con una pesada herencia producto del populismo desbordante de Kirchner: un déficit fiscal altísimo, inflación de doble dígito y una economía recesada. El tamaño del Estado en Argentina se duplicó durante los años de los Kirchner: pasó de 22% del PBI en el 2002 a 42% en el 2015, sin estar acompañado por ganancias de productividad.
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La experiencia de programas de estabilización económica es clara: un ajuste fiscal y monetario son necesarios para bajar sustancialmente la inflación y preparar la economía para un crecimiento sostenible.
Sin embargo la institucionalidad política argentina hacía imposible –o al menos así lo vio el equipo de Cambiemos– un acuerdo para implementar un ajuste que sin duda tendría un costo político alto. Por eso prefirieron una estrategia gradualista, que implicaba reducir poco a poco el déficit fiscal, y bajar la inflación lentamente a través de una política de metas inflacionarias. Era una estrategia riesgosa en la medida de que no ha sido común en la experiencia internacional.
La idea era acumular capital político para reforzar el gobierno con una victoria en las elecciones parlamentarias de mitad de período, y a partir de ahí hacer los cambios que faltaran.
La estrategia funcionó en la medida en que Macri logró una victoria en el Parlamento, pero no usó su mayor capital político para profundizar y acelerar el ajuste. Lo contrario, el déficit fiscal argentino aumentó.
Más aún, después de su victoria cambió el régimen de metas inflacionarias para suavizar aún más el ajuste. El Banco Central de Argentina carece de autonomía constitucional, por lo que esto significó una pérdida grande de confianza de los mercados, que interpretaron que el ajuste se supeditaría a la conveniencia política del gobierno. Esto, junto con un deterioro en las condiciones internacionales, significaron que los mercados ya no estaban dispuestos a financiar el déficit fiscal argentino, y ahí comenzó nuevamente su tragedia.
En un sistema político más estable y con actores con un horizonte de más largo plazo, la oposición habría dejado que Macri lleve a cabo el ajuste y sufra todo el costo político, para recibir una economía en mejor estado y competir contra un gobierno incumbente debilitado. Pero en Argentina se juegan la supervivencia, pues para Cristina Kirchner una derrota podría significar la cárcel por los juicios de corrupción que enfrenta.
Una mejor institucionalidad económica (con un banco central independiente) habría facilitado un ajuste más rápido y quizá evitado la pérdida de confianza de los mercados. ¿Aprenderemos la lección?