Debemos debatir de manera abierta y franca respecto de la minería informal e ilegal, que está presente prácticamente en todo nuestro país. Por ello, una manera de enriquecer la discusión, desde el núcleo mismo del problema, es empezando por separar la paja del trigo: necesitamos saber quién es quién en este sistema tan extendido y difícil de controlar.
Se estima que en el país hay 500 mil personas involucradas directamente en la parte operativa: mineros, casi todos jóvenes compatriotas de muy escasos recursos, que diariamente ingresan en condiciones muy precarias a socavones o se sumergen en pozos de agua y barro, arriesgando en todo momento su integridad a cambio de un jornal impuesto por las extrañas leyes de ese entorno. Para con ellos, la obligación del Estado es ofrecerles alternativas que hagan tangible los beneficios de insertarse en la dinámica de la formalidad, aunque tome tiempo.
Luego tenemos que hacer visible al grupo minoritario, pero muy lucrativo, de intermediarios que operan sin un registro veraz y sin ningún interés por formalizar su actividad. Son quienes financian marchas de protesta con cascos relucientes, algunos de ellos son penosamente ostentosos, y son quienes han logrado recientemente que el Congreso dicte, con sorprendente rapidez y efectividad, normas que los respaldan. Ellos no representan al capitalismo consciente, sino al capitalismo salvaje que pone en riesgo la institucionalidad de nuestro país.
Este grupo minoritario necesita mantener un ecosistema sin reglas. Una cadena productiva con una dimensión financiera que supera los US$4 mil millones, requiere de opacidad a todo nivel para sostener un negocio basado en la distorsión de precios en el acceso al capital de trabajo, en la compra de insumos críticos (explosivos y reactivos químicos), en la implementación de nuevas tecnologías, en el tratamiento y recuperación metalúrgica y, por último, en la comercialización de la producción final.
A lo anterior tenemos que añadir la absoluta ausencia de normas laborales, ambientales y tributarias, que completan este círculo vicioso. Esta actividad que beneficia a unos cuantos está fuera de control y afecta a todos los peruanos, porque alimenta la corrupción, fomenta los ya elevados índices de violencia e inseguridad y, a través de delitos directamente relacionados, como la extorsión, la trata de personas y la explotación infantil, degrada nuestra sociedad.
En el debate hay que entender quiénes son los actores y diferenciarlos para identificar a los intermediarios que distorsionan una sana convivencia armoniosa; desplegar una trazabilidad de toda la cadena productiva; e implementar incentivos económicos y sociales para quienes sí deseen pasar al ámbito de un Perú competitivo y sostenible.