“De vez en cuando, el campo de la economía produce un libro importante; este es uno de ellos”, sentencia el economista libertario Thomas Piketty, de orientación ideológica más bien opuesta. Este libro, que insólitamente se ha convertido en un ‘bestseller’ mundial no obstante ser una publicación especializada, “cambiará tanto la forma como pensamos acerca de la sociedad como la forma como hacemos economía”, añade en “The New York Review of Books” el Nobel de Economía Paul Krugman, quien no le ha escatimado elogios al –hasta ahora desconocido para muchos– autor francés.
Aunque sus teorías luego no se sostengan, el que Piketty haya evidenciado empíricamente, por ejemplo, que la brecha de ingresos al interior del 10% más rico de EE.UU. (verbigracia, el despunte del 1% y, sobre todo, del 0,1%) es mayor que aquella entre este último grupo y el promedio de asalariados, “ha transformado el discurso político y es una contribución merecedora del premio Nobel”, apunta Lawrence Summers, ex secretario del Tesoro de EE.UU, en “The Atlantic”. “Su teoría es profundamente errónea, su data de riqueza privada es altamente engañosa, y su prescripción de política es excesiva […] podría hacer retroceder por años el entendimiento público sobre la desigualdad de recursos”, ha refutado, en cambio, Laurence Kotlikoff, de la Universidad de Boston.
Gillian Tett ha bautizado al francés como la nueva “estrella de rock” de la economía, y la portada más reciente de “Bloomberg Businessweek”, ilustrada como una revista noventera para adolescentes, habla de la “Pikettymania” y del desenfreno que ha generado en una disciplina típicamente sombría. “El inusitado interés por las ideas de Piketty –dice Moisés Naím en “El País”- se debe en gran medida a que la desigualdad se ha convertido en una gran preocupación en EE.UU. Y este país tiene una capacidad única para contagiar sus angustias al resto del mundo”. Cierto, pero, ¿qué es exactamente lo que ha entusiasmado –o irritado- tanto a los lectores de este libro, al punto que han elevado a su autor a la categoría de héroe –o villano-?
*El fatalismo que entusiasma*La respuesta es su pronóstico lúgubre sobre las implicancias estructurales del capitalismo. Su ahora célebre fórmula “r > g” da a entender que cuando el rendimiento del capital (“r”) en una economía excede la tasa de crecimiento (“g”) de esta última –situación que se exacerbó en el siglo XIX y que, según dice, volverá a hacerlo en el siglo XXI–, “el capitalismo automáticamente genera desigualdades arbitrarias e insostenibles que socavan radicalmente los valores meritocráticos sobre los cuales se basan las sociedades democráticas”. Aunque las diferencias entre “r” y “g” sean pequeñas, en el tiempo se convierten en brechas enormes, asegura el francés. Esto último, agrega, no es el resultado de una falla de mercado, sino que dicha tendencia se hace incluso más pronunciada a medida que los mercados funcionan mejor.
Es indudable el atractivo que tiene una proposición como esta para los críticos del capitalismo (de ahí que “The Economist” se haya referido a Piketty como un “Marx moderno”). Muchos han deducido de lo anterior que el capitalismo está condenado a generar más y más desigualdad, pero esto no es exactamente lo que dice el francés. Según explica, la distribución de ingresos en una economía se ve afectada por fuerzas convergentes y divergentes que no siempre interactúan de la misma forma. A veces el impacto de las primeras es mayor y se tiende a la igualdad, como en la época inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, en la cual hubo una destrucción masiva de capital y eso igualó a la baja a quienes perdieron sus fortunas. Otras veces parece no haber nada que contenga a las segundas, como cree Piketty que ocurre en la actualidad.
Para despercudirse de las reminiscencias a Marx (a quien él mismo señala no haber terminado de leer por indigerible) que son inevitables por el título de su obra, Piketty deslinda rápidamente del determinismo de aquel, pero rechaza a la vez el planteamiento del Nobel de Economía Simon Kuznets en el sentido de que la desigualdad aumenta cuando una economía empieza a desarrollarse, pero luego tiende a caer, con lo cual este indicador sigue una curva que se asemeja a la figura de una campana. De hecho, la data recabada por el francés desvirtúa tal presunción en casos como el de EE.UU. y Francia, donde la desigualdad muestra, hoy por hoy, una clara tendencia al alza. La manera de enfrentar este problema –después dirá– no es la abolición de la propiedad privada ni el ‘laissez faire’ absoluto, sino una intervención no menor del Estado en la economía para evitar que la dinámica “r > g” se salga de control.
LAS CIFRAS PUESTAS EN CUESTIÓNHace algunos días, el “Financial Times” reveló los resultados de una investigación realizada por su editor económico Chris Giles que presenta serias objeciones metodológicas a la data que Piketty usa en su libro. El francés parece haber salido bien librado del entuerto y se ha reafirmado en la validez de sus cifras, acusando de paso al diario británico de hacerle una crítica deshonesta. Incluso quienes están en las antípodas de Piketty, como Scott Winship del Brookings Institution, han descartado que este haya manipulado la data, como dio a entender el “Financial Times”.
Sin embargo, sí hay una crítica fundamental que se le hace al menos para el caso de EE.UU.: toda vez que Piketty usa declaraciones tributarias para sus mediciones de ingresos (dice que son más fiables que las encuestas, que suelen subestimar lo que reciben quienes más ganan), no se aprecia en el resultado final el efecto que tienen las transferencias del gobierno. Como consecuencia de ello, el francés ignora en su análisis el impacto no menor de la política social en la desigualdad. Fuera de ello, la principal debilidad del libro es conceptual. Como anota Martin Wolf, comentarista económico principal del “Financial Times”, aquel asume que la desigualdad es un problema económico y no solo de justicia distributiva, pero no llega a demostrar lo primero (como sí lo ha hecho, hasta cierto punto, el Fondo Monetario Internacional, que ha tenido últimamente un cambio de posición radical sobre este tema). El francés llega a afirmar que la desigualdad estuvo detrás de la crisis del 2008 (argumento que han destacado otros como Robert Reich en su documental “Inequality for All”) porque deprimió la capacidad de gasto de los consumidores, pero no abunda en explicaciones (Krugman le critica, en ese sentido, que no le haya dedicado mayor análisis el impacto de la desregulación financiera en ello).
Si bien reconoce que la desigualdad no es mala en sí misma, Piketty se remonta a la Revolución Francesa para justificarse y cita la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) en cuanto afirma que aquella solo es deseable si conduce al “bien común” (sin definir, por cierto, los contornos de este último concepto). No obstante ello, la percepción que uno tiene al leer el libro es que Piketty sí tiene un rechazo inocultable hacia la acumulación de capital. Aun cuando señala que la forma “moderna” de redistribuir riqueza es que el Estado invierta en bienes públicos como educación o infraestructura y en suplementar los ingresos de los pobres, en otra parte invoca a los legisladores a elevar las tasas impositivas a 70% u 80% si es que ellos consideran que determinados niveles de rentas son “socialmente indeseables” o “económicamente improductivos”, aun cuando la recaudación esperada no sea significativa.
MIENTRAS TANTO, EN EL RESTO DEL MUNDOAl enfocar su análisis en un grupo reducido de países, la mayoría de ellos desarrollados, Piketty parece obviar también que aunque la desigualdad ha aumentado al interior de ciertas economías, en otras emergentes –que no analiza– más bien se ha reducido (el Perú es un ejemplo de ello), mientras que la desigualdad entre países también ha disminuido notoriamente. Kenneth Rogoff, de la Universidad de Harvard, apuntó esto en un artículo publicado en Portafolio hace un par de semanas, basándose en el libro “The Great Escape” de Angus Deaton. Si hay algo que ha caracterizado la marcha de la economía global en los últimos 30 años, dice Rogoff, es que nunca se pudo sacar de la pobreza a tanta gente como en este lapso.
En esa línea, Martin Wolf señala que antes que la desigualdad de ingresos, lo que debería preocupar es la desigualdad de consumo, y lo que se está viendo consistentemente en los últimos tiempos es una convergencia impresionante entre los países pobres y los ricos, y una reducción sin parangón en las carencias, entre otras razones, por lo que ha significado para la economía global el surgimiento de China. Todavía hay muchísima gente por debajo de la línea de pobreza, y eso debería alarmar a todos, pero si nos preguntamos desde una perspectiva histórica qué ha sido más trascendental, ciertamente la caída de la pobreza en los países emergentes lo ha sido más que el incremento de la desigualdad en los desarrollados.
Nótese, por otro lado, que Piketty presupone que el capital rendirá en torno al 5% en las décadas venideras mientras, que el crecimiento económico no superará el 1% o 1,5%, entre otros, por factores demográficos. “No existe un ejemplo histórico de un país que esté en la frontera tecnológica mundial cuyo crecimiento en términos de PBI per cápita exceda el 1,5% en un plazo largo de tiempo”, afirma. Lo curioso es que, líneas antes, cuestionaba a Marx por ignorar la posibilidad de que haya progreso tecnológico durable y, en esa medida, un incremento sostenible de la productividad.
Digamos que para Piketty, ni la imitación (que ha probado ser una tremenda fuerza de convergencia) ni innovación jugarán un rol significativo en la economía del siglo XXI. Es dudoso que el progreso de la humanidad se detenga para que el capital se dedique únicamente a conseguir rentas fáciles. Como bien dice Tyler Cowen, si hay un concepto ausente en el libro es el de asunción de riesgo. De ahí que Piketty no distinga entre el capital estacionado en bonos del Tesoro americano que hoy tienen rendimientos negativos, y aquel que apuesta por start-ups tecnológicos que pueden generar rentabilidades mucho mayores al 5%.
Otro asunción cuestionable que hace Piketty es que la rentabilidad del capital no se verá afectada a medida que este vaya acumulándose cada vez más y más, cuando lo previsible es que este recurso, como cualquier otro, vea rendimientos decrecientes a medida que aumenta su oferta. La ironía de esto es que a mayor acumulación del capital, la ecuación “r > g” tendería a revertirse. Esto también ocurriría si aumentase el crecimiento potencial de la economía, pero como se ha visto, el francés no le dedica mayor atención a cómo lograr esto. De hecho, lo que sugiere para combatir la desigualdad es aumentar las tasas impositivas y crear un impuesto progresivo al capital a escala global (que él mismo califica de utópico e impracticable). Todo esto, como ha señalado Richard Epstein, de la Universidad de Chicago, será un lastre al crecimiento antes que un impulso, reforzando así las tendencias que le preocupan al economista francés.
LA IMPORTANCIA DEL FACTOR HUMANOMuy pocos críticos de Piketty han sugerido que la desigualdad que identifica en su libro no es real. Lo que señalan es que esta responde en mayor medida a factores minimizados por el autor. Summers menciona entre ellos a la globalización, el surgimiento de China, la automatización de la manufactura, la impresión 3D, la inteligencia artificial, entre otros, que están modificando o irán a modificar estructuralmente el mercado laboral global. Es indicativo que el libro de Piketty deje fuera de su definición de capital al denominado “capital humano”. Si lo que ve el francés es una confrontación entre capitalistas y trabajadores, lo que ven otros economistas como más riesgoso para el incremento de la desigualdad es un enfrentamiento entre trabajadores calificados y trabajadores no calificados. Esa desigualdad de destrezas es quizá lo que más alimentará la brecha de ingresos.
Por otro lado, no es cierto que las grandes fortunas sean imperecederas; muchas de ellas son dilapidadas o desaparecen por la propia dinámica de los mercados. Basta ver la conformación en el tiempo de los ránkings de Forbes (que Piketty cita extensamente), para notar cómo van cambiando los nombres. Como resalta Kotlikoff, el 60% de los que aparecieron en la lista de los 400 más ricos del 2001, no estaban en la versión de 1989. Sucede que la riqueza no se multiplica sola, hay alguien detrás que asume un riesgo para crearla. Algunos asumen riesgos pequeños, otros apuestan por los inventos que traerán progreso a todos en el futuro.
Piketty muestra, de hecho, poco aprecio por la innovación empresarial. En una parte del libro dice que el culto a gente como Bill Gates es el resultado de “una necesidad aparentemente irreprimible de las sociedades democráticas modernas de encontrarle sentido a la desigualdad”. Como si a Gates le hubiesen regalado la que en algún momento fue la empresa más grande del mundo.
Pero hay algo más que revela el sesgo del francés. Como bien dice Cowen, “las mejores partes de su libro argumentan que, cuando no hay restricciones, el capital y los capitalistas inevitablemente acumulan demasiado poder; sin embargo, Piketty parece creer que los gobiernos y los políticos están de alguna manera exentos de esta misma dinámica”. De ahí que, en palabras de Cowen, no diga nada sobre las dificultades prácticas, las distorsiones y el potencial de abuso que acompañaría un control tan intenso de la economía por parte del Estado.
Pese a las críticas, este libro es sin lugar a dudas un aporte mayúsculo al estudio de la historia económica. Hablarán de él por años.