Lucy KellawayColumnista de management de Financial Times
Hace unos meses me quité los jeans en un escenario en frente de 600 banqueros asiáticos. Este exhibicionismo gratuito fue inspirado por la supermodelo Cameron Russell, quien una vez dio una charla TED en la cual salió en un apretadísimo minivestido negro que procedió a cubrir con una amplia falda cruzada y un suéter holgado. Lo hizo para mostrar que para poder hablar como ella misma tenía que vestirse como ella misma también. Mi plan era intentar el mismo truco, pero al revés. El propósito de mi discurso era probar que la “autenticidad” en el trabajo –ese cliché que ha sido adoptado por personas de negocios en todo el mundo– era una tontería. Decidí salir caminando con descuido al escenario, vestida como yo misma, en jeans y una camiseta informal, y entonces cambiarme al uniforme correcto para el tipo de persona que da charlas en congresos bancarios. Me pondría un vestido elegante y zapatos de tacones y me quitaría los jeans y las sandalias. La idea era que dar tales charlas es algo inauténtico; y que pretender otra cosa es ridículo. Por poco pensada que fue la payasada, me enseñó cuatro cosas. Primero, vestirse en público, como lo hizo Russell, no es nada comparado con desvestirse. Segundo, salir de unos jeans sin dejar ver la ropa interior es prácticamente imposible, aun si tienes un vestido encima y has practicado la maniobra una docena de veces en casa en frente de tus niños asombrados. Y tercero, si enfocas toda tu energía en no dejar que se vea tu ropa interior, es bastante difícil sostener, a la misma vez, una charla convincente sobre la tontería de la autenticidad. Esas tres lecciones, aunque valiosas todas, podrían ser de utilidad limitada a los oradores públicos en general. La cuarta, sin embargo, es universalmente aplicable: al dar una charla la presentación es solo la mitad del caso. El resto se basa en la misteriosa dinámica inicial con el público que comienza en los primeros minutos. Los expertos en la oratoria pública no revelan esto. No está en ninguna sección del nuevo libro “Talk Like TED” (“Habla como TED”). Este recomienda comenzar con una anécdota, ser conversacional, involucrar todos los sentidos, tratar de ser humorístico y ser breve. Todos son buenos consejos y en general los sigo. Pero en mi experiencia estas estratagemas a veces funcionan y a veces no. He dado una serie de cinco discursos idénticos a públicos muy similares. En una instancia me fue realmente bien, en otra realmente mal, y el resto en el medio. La diferencia no era el material o la presentación. ¿Entonces, qué era? Todas las veces he descubierto que es algo que sucede al principio. Si el público comienza riéndose, sigue riéndose. Si los integrantes de tu audiencia comienzan inquietos y aburridos, es imposible ganárselos. La semana pasada hablaba con una CEO que estaba desconcertada por la misma cosa. Ella había dado la misma charla el mismo día a dos grandes grupos de sus empleados. Una de las charlas fue un éxito apabullante; la otra no. Al principio no entendía por qué. Pero entonces entendió que la diferencia eran dos o tres personas clave en el público que establecían el tono para los demás. En una charla, esas personas escucharon con mucha emoción, en la otra parecían aburridas e insatisfechas. Un público no solo responde a un orador, responde a sí mismo. Cuando escucho una charla y la persona al lado mío está en su celular, es mucho más probable que yo saque el mío. Si esa persona toma notas febrilmente, yo escucharé con más atención. Por esta razón, casi he dejado de sentarme en público con mi esposo, ya que sus bostezos e inquietud son demasiado contagiosos. Cuando fuimos a ver El Cisne Negro en un teatro totalmente lleno hace unos pocos años, soltó una carcajada en el momento horripilante cuando Natalie Portman se convierte en una bailarina-demonio. “¡Chst!” le dije, pero era demasiado tarde. Una ola de bufidos y risas se difundió por todo el cine. Eso no quiere decir que la recepción de un discurso es fortuita y que los oradores debían dejarlo todo al azar. En vez, lo que los jeans me enseñaron es el inestimable valor de uno o dos secuaces bien posicionados. La noche antes de la charla cené con los organizadores. Les advertí sobre el cambio de ropa en escena y les rogué que se rieran y quizás aplaudieran. Lucieron un poco alarmados pero me dijeron que harían lo posible.
Mientras yo saltaba sobre un solo pie, tratando de zafarme de los jeans ante la mirada de un pasmado y apenado público, lancé una mirada desesperada a uno de los secuaces. Ella comenzó a reírse y aplaudir y en un par de minutos todos los 600 lo hacían. Se evitó el desastre, yo recuperé el equilibrio y la charla salió bien. Recomiendo con todo corazón el truco de los secuaces, aunque en el futuro le voy a dejar el truco de la ropa a las supermodelos.