¿Es el Perú la nueva víctima de la ‘trampa’ de ingresos medios? Aunque la idea es atractiva para explicar la desaceleración de los últimos cinco años, esta puede llegar a ser muy simplista.
Partamos por lo más obvio: alcanzar el desarrollo es difícil. La modernidad política y económica es un fenómeno relativamente reciente y no todas las naciones han logrado hacer una transición exitosa. De hecho, existen múltiples instancias en las que países que venían avanzando a un ritmo rápido apretaron el freno de un momento a otro: México y Sudáfrica son ejemplos de estados que pasaron por periodos de alto crecimiento per cápita para luego converger a tasas más modestas. Estos casos contrastan con los de Corea del Sur o Israel, que no solo lograron mantener su ‘racha’ de crecimiento por más tiempo, sino que al desacelerarse convergieron a tasas de largo plazo más elevadas que las de sus pares.
Las explicaciones para esta divergencia abundan. Algunas son altamente simplistas, como aquellas que enfatizan la apertura comercial y manejo macroeconómico responsables de los ‘tigres asiáticos’ (Corea, Taiwán, Hong Kong y Singapur). Sin embargo, estos análisis omiten el contraejemplo de México, que ha estado lejos de obtener los mismos resultados pese a que durante los últimos veinte años ha tenido un manejo fiscal prudente, una política monetaria ortodoxa y forma parte de un área de libre comercio con EE.UU. y Canadá desde 1994.
Desde luego, la apertura comercial y la estabilidad macroeconómica son condiciones necesarias para el desarrollo, pero por sí solas distan mucho de ser suficientes. En la medida que existe una ‘trampa’ de ingresos medios en lo absoluto, esta no es económica sino intelectual: es creer que estas recetas que permiten un periodo inicial de crecimiento bastan para sostener el mismo en el tiempo.
Es aquí donde entran a tallar las tan mentadas ‘reformas de segunda generación’. No obstante, existe una enorme diferencia entre promover reformas de segunda generación y empujar una segunda generación de las mismas reformas. En el primer caso, las propuestas de política pública se distinguen de las de primera generación porque atacan nuevos problemas; en el segundo, la intención se limita a seguir con el libreto de los años noventa.
Esta diferencia se aprecia con mayor claridad cuando se discute la necesidad de construir instituciones. La institucionalidad para gran parte de la clase dirigente peruana se limita a la estabilidad jurídica para las inversiones y a bajar el ‘ruido político’, en el tratamiento del Perú como una empresa y no un país. ‘Perú Sociedad Anónima’ como dogma es ciego a la necesidad de combatir conflictos de interés así como la importancia de promover la salud y la educación como derechos ciudadanos y no solo como factores que permiten incrementar la productividad.
El reto que tenemos por delante como país es uno de liderazgo, ya que tenemos que definir las ideas que guiaran nuestras políticas públicas por los próximos veinte años. De insistir con la misma agenda estrecha (estabilidad macro, inversión privada en industrias extractivas), no podremos apuntar con el dedo acusador a nadie más que a nosotros mismos. Nadie ni nada le está tendiendo una trampa al Perú; por el contrario, somos nosotros mismos los que por nuestra propia cuenta nos metemos ‘cabe’.