En los últimos meses, desde el fin de la primera vuelta electoral, el Perú ha vivido un clima de profunda incertidumbre respecto del rumbo que iba a tomar en términos económicos y políticos. Lamentablemente, luego de las primeras señales dadas por el nuevo gobierno, muchos de estos temores se han intensificado.
El contexto es crítico desde una perspectiva de desarrollo económico, no solo porque se pone en riesgo el modelo liberal y, específicamente, las instituciones que lo soportan (como la democracia y el libre mercado), sino porque además hace dudar respecto de la viabilidad de implementar una agenda sensata de políticas públicas que permitan lograr una sociedad más inclusiva y que contribuyan a corregir las imperfecciones de nuestro sistema de protección social.
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Dos observaciones sobre el contexto permiten explicar que esta es una duda razonable. Primero, porque las perspectivas de un crecimiento económico por encima de su nivel potencial parecieran desvanecerse. Si bien este año el crecimiento de la economía podría llegar al 8% (básicamente por el efecto rebote), esta expansión no alcanzaría para recuperar los niveles del 2019 (nuestro PBI continuaría casi 5% por debajo de ese año). Además, en este escenario es muy probable que la economía (en términos per cápita) prácticamente se estanque a partir del 2022 en respuesta a una contracción en las decisiones de inversión y consumo de empresas y familias. El riesgo recesivo que enfrentamos no es menor.
Por un lado, implica detener la tímida recuperación del empleo (sobre todo formal), y por otro, la incapacidad de ampliar de forma sostenible el presupuesto público. Segundo, porque presupuestos más austeros implican redes de protección social de menor alcance y cobertura.
Las consecuencias de esta segunda observación tampoco son menores tomando en cuenta que el rol de estas redes (hoy ya limitadas) es actuar ahí donde el crecimiento es insuficiente o ahí donde la recesión impactará más. Por un lado, permitiendo que las poblaciones más pobres preserven sus medios de vida y, por otro, desplegando estrategias no contributivas de cobertura social que les permitan a las poblaciones vulnerables hacer frente al riesgo de empobrecimiento.
En tales circunstancias, podría esperarse un aumento de la pobreza monetaria en el mediano plazo, y que se profundicen ciertas inequidades estructurales en el largo plazo. En el primer caso, de acuerdo con las estimaciones realizadas por Macroconsult, es previsible que para el 2021 la pobreza se estabilice en 25%, por debajo del 30% registrado en el 2020, pero aún por encima de los niveles del 2019 (20%).
Esta trayectoria es consistente con la reducción ya observada en los últimos trimestres del año pasado, luego de que la mayoría de las actividades económicas volvieron a operar. Sin embargo, a partir de ahí, con una economía estancada y el eventual deterioro en la calidad, cobertura y alcance de los programas sociales, las proyecciones para los próximos cinco años no son alentadoras y arrojan un aumento (en un escenario conservador) de alrededor del 27% de la pobreza. El saldo: casi dos millones de peruanos en un serio riesgo de caer en situación de pobreza crónica.
A monitorear
En el segundo caso, la preocupación se centra en los niveles de anemia, desnutrición y aprendizajes educativos, determinantes críticos del capital humano, la productividad. Los avances logrados respecto del nivel de nutrición de los niños menores de 5 años ya estaban en riesgo a partir de la recesión del 2020, en la medida en que el empobrecimiento de la población había empezado a mostrar señales de alerta respecto de la seguridad alimentaria.
No obstante, el indicador de desnutrición crónica infantil, durante el 2020, aún no había mostrado mayor incremento. Por ello, una rápida recuperación de la economía, el retorno paulatino de los programas de desarrollo infantil temprano y nuevos programas de asistencia adecuadamente focalizados hubieran ayudado a disipar ese riesgo. Hoy, con el contexto descrito, no se puede ser tan optimista.
Un aumento de la pobreza crónica haría prever deterioros mayores en la calidad y diversidad alimentaria de las familias, por lo que, sin implementar (y financiar) esfuerzos mayores a nivel de la política pública, los niveles de desnutrición (12%) y anemia (40%) podrían aumentar en el mediano plazo.
En el caso de los aprendizajes educativos ocurre algo similar. Las dificultades en implementar una eficaz estrategia de educación a distancia han afectado de manera importante la capacidad del sistema educativo por atender a los alumnos, sobre todo aquellos de zonas más vulnerables. Sin embargo, incluso asegurando un rápido retorno a clases, sin resolver las brechas a nivel de oferta educativa y sin atender las condiciones de demanda que limitan su efectividad (ambas existentes incluso antes de la pandemia) no es posible garantizar condiciones de calidad educativas mínimas que aseguren un nivel de movilidad social adecuado.
En resumen, desde una perspectiva de desarrollo económico, el panorama se torna complicado y son necesarias señales claras no solo en el ámbito económico que permitan intuir la posibilidad de una rápida recuperación de la economía, sino además que precisen la agenda de inclusión social. Caso contrario, las consecuencias económicas y sociales no solo se verán durante cinco años, sino que podrían afectar el nivel de vida de futuras generaciones.
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