Difícilmente encontraremos coincidencia respecto al tamaño exacto que debe tener el Estado. Pero en lo que sí habrá acuerdo es que queremos que funcione bien. Lo anterior significa, como mínimo, gastar adecuadamente los tributos pagados por los contribuyentes. Así, dado un determinado nivel de presión tributaria, el Estado debería comprometerse a asignar los recursos de forma tal que genere el mayor impacto económico-social, bajo criterio de eficiencia. Y, en un país como el Perú, con recursos escasos y necesidades enormes, gastar con eficiencia debiera ser sagrado.
Cada vez que el sector público se aleja de la eficiencia, su presencia se convierte en un obstáculo para los ciudadanos. La literatura da claras evidencias de cómo el desperdicio de los recursos impacta negativamente al bienestar y productividad. Con datos para 140 países, la figura adjunta [ver infografía] muestra la relación positiva entre el desempeño del sector público y la productividad laboral. Vemos, lamentablemente, al Perú en la cola de la correlación, muy por debajo de países que con el mismo nivel de eficiencia estatal alcanzan mayor productividad. Asimismo, durante los últimos 15 años la contratación de personal estatal se ha incrementado en más del 60%, mientras la insatisfacción con sus servicios se ubica por encima de la mediana latinoamericana, según el Barómetro de las Américas 2020. Siendo así, ¿para qué ha servido el engrosamiento de la planilla estatal? Parafraseando a Milan Kundera, el Estado peruano ha ganado peso, pero presenta una insoportable levedad sobre el bienestar ciudadano.
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El sector público peruano se compara muy mal en la mayoría de indicadores relevantes. Siguiendo al Banco Mundial (2019), el Perú se ubica en el puesto 106 de 209 países en el indicador de efectividad del gobierno, y en el puesto 133 en control de la corrupción. Una visión interesante es la que se muestra en la gráfica adjunta [ver infografía], en la que se compara la satisfacción y la confianza en los servicios públicos que existen en el Perú con la del país mejor posicionado en el mundo (Singapur) y la del mejor ubicado en Latinoamérica (Chile). Concentrándonos en tres servicios claves como los de infraestructura, salud y educación, observamos que el Perú registra una menor satisfacción promedio en los tres servicios de 65 y 20 puntos porcentuales respecto a Singapur y Chile, respectivamente.
Gran parte de la ineficiencia del Estado Peruano recae en los problemas del servicio civil. Según el BID (2015), su indicador de desempeño alcanza 41 de 100 posibles, mientras que el puntaje del indicador de mérito en el servicio civil es de 53, siendo Chile y Brasil los que lideran la tabla con puntajes de 67 y 93 puntos, respectivamente. Es sobre todo clamoroso observar la poca duración de los altos funcionarios en sus cargos. De acuerdo con el Consejo Privado de Competitividad, durante el período 2016-2020, la duración promedio de los directores generales fue de 12,1 meses, siendo incluso de 6,9 meses para el caso del Ministerio de Salud. ¿Cómo es posible diseñar y ejecutar políticas públicas eficientes con estos liderazgos volátiles? Todo lo anterior, por supuesto, tiene sus graves ramificaciones regionales, donde los gobiernos subnacionales apenas ejecutan algo menos del 60% de su presupuesto.
El Congreso anterior ya había dejado una huella lamentable en contra del régimen del Servicio Civil, con la aprobación de la Ley 31131 que eliminaba el régimen CAS (hoy en manos del Tribunal Constitucional), la Ley 31115 que permite la reposición de funcionarios vía judicial, y la Ley 31188 que regula las negociaciones colectivas sin considerar aspectos presupuestales. Pero a ello se suman hoy actitudes lamentables del actual gobierno que dan muestra de un alto desprecio a la meritocracia y a la ciudadanía. Así, no deja de generar escándalo el descabezamiento de técnicos de alto nivel en varios ministerios; el nombramiento de autoridades sin la adecuada formación profesional y con pasado cuestionable; y la actitud reprochable de algunos ministros en contra de reformas urgentes en el Estado. Así, ¿cómo entender que el ministro de Educación pretenda nombrar a directores y maestros contratados que han fallado varias veces las evaluaciones? ¿Cómo interpretar las promesas del actual ministro de Transportes y Comunicaciones de continuar dando licencia para matar a las combis asesinas? Todo esto es un ataque artero al pueblo y a la lucha contra la desigualdad que dicen defender.
Es imposible que un nuevo gobierno dé soluciones inmediatas a toda la ineficiencia acumulada y a la lentitud en el avance de la reforma del Estado por parte de administraciones anteriores. Pero, sin duda, haría muy bien si dejara de pagar favores proselitistas a sectores renuentes a mejorar, y empezara a tomarse en serio el significado de la palabra ‘meritocracia’. Claro, ello implicaría hacer casi todo lo contrario a lo realizado durante sus primeros 100 días de gobierno.
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