¿Qué falló en la transición peruana? Los sucesos de las últimas semanas nos deben hacer pensar sobre cómo 20 años después de que el Perú recuperó la democracia nos encontramos nuevamente con tanta inestabilidad.
Creo que la respuesta es que nuestras instituciones políticas se deterioraron a la misma velocidad a la que crecía nuestro PBI. Por instituciones políticas me refiero al conjunto de normas y reglas que determinan quiénes llegan al poder y cómo lo ejercen, qué hacen cuando lo alcanzan.
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Una visión distinta de este problema encuentra la causa de la inestabilidad en el enfriamiento económico y en la baja efectividad del Estado. Pero en realidad la degradación de nuestra institucionalidad política es el pecado original que está detrás de nuestras fallas económicas y de capacidad estatal (aunque es cierto que se retroalimentan).
En nuestra transición fallida hacia el desarrollo y el ingreso alto la economía respondió hasta donde pudo. Con una macroeconomía muy bien gestionada aprovechamos mejor que nadie las olas favorables que predominaron entre las dos primeras décadas de este siglo: precios altos de las materias primas y tasas de interés bajas.
Pero nuestra débil institucionalidad política no permitió que se hagan reformas necesarias, y en consecuencia nuestro aparato productivo sigue siendo altamente informal y poco diversificado, por lo que con el cambio en condiciones globales el crecimiento se desaceleró.
Algo peor ocurrió con el Estado. Mientras que en esas dos décadas el Perú más que duplicó su ingreso per cápita, retrocedió en distintas mediciones de capacidad del Estado. Por ejemplo, en el 2000 la calificación del Perú en el índice de efectividad del gobierno del Banco Mundial estaba por encima de lo que se esperaba para un país con su nivel de ingreso, pero en el 2019 estaba bastante por debajo de lo esperado.
Como el mismo gráfico muestra, la transición hacia el ingreso alto no solo pasa por un salto económico, sino también por uno en las capacidades del Estado.
Pero esos avances son impensables con un sistema político como el que tenemos hoy, que falla groseramente en términos de quiénes llegan al poder y cómo lo ejercen.
En estas dos décadas hemos visto un deterioro sostenido en la calidad de la representación parlamentaria, con un Congreso poblado cada vez más por independientes sin vínculo partidario y por personas que representan intereses mercantilistas o mafiosos.
En la carrera por el Ejecutivo han predominado personas sin partido o con agrupaciones personalistas, sin cuadros, sin planes de gobierno, y sin bancadas o soporte de acción política para gobernar. A nivel sub-nacional esto es sustancialmente peor.
Junto con esto los pesos y contrapesos e incentivos del sistema democrático para conducir al buen gobierno han sido severamente disminuidos. Desde la no reelección (tanto parlamentaria como de autoridades sub-nacionales), el abuso de los mecanismos de censura, vacancia y cierre del Congreso, y los repetidos intentos (algunos exitosos) por infiltrar políticamente a las instituciones judiciales –el Tribunal Constitucional, el Poder Judicial y la Fiscalía– los mecanismos de rendición de cuentas horizontales (entre poderes del Estado) y verticales (con la ciudadanía) han sido pervertidos.
Nuestra política ha pasado a ser dominada por individuos cortoplacistas, muchos aliados con intereses ilícitos, que operan cada vez con menos control de otros poderes del Estado y de la ciudadanía. Tanto así que fue necesaria la mayor protesta en la historia reciente y dos muertes para que den marcha atrás en sus acciones de la semana pasada.
¿Qué reformas económicas o de gestión pública se pueden hacer así? Con ministros que duran menos de ocho meses, Congresos que amenazan con censuras sin razón y que no cesan de promover calamidades legislativas, que vacan presidentes por ánimos revanchistas y que defienden a mafias que infiltran el Estado. Una relación Ejecutivo-Legislativo con pocos incentivos para cooperar, en la que cada uno manipula arbitrariamente las herramientas legales a su disposición y sin árbitros imparciales que diriman. En suma, con políticos sin control intentando arrebatarse pequeñas cuotas de poder para medrar a costa del Estado.
Mientras tanto, en aquellas partes del Estado que aún están a salvo de mafias y clientelismo los funcionarios públicos de carrera no pueden hacer mucho, con ministerios sin norte claro, sin políticas de largo plazo, con una Contraloría que los arrincona a un comportamiento híper formalista.
Así es como fracasa un país. Así se estanca económicamente y así termina con un Estado inoperante.
La única manera de evitarlo es recuperando y fortaleciendo nuestras instituciones democráticas. La democracia es demasiado importante para dejársela solo a los políticos, pero dejársela en bandeja a los lumpen políticos es suicida.
No podemos esperar que el hada del desarrollo mágicamente nos regale un gobernante iluminado que reforme el sistema político. Debemos forjar una alianza por la democracia. Esto es un frente común de líderes de diferentes ámbitos de la sociedad (empresarial, académico, cultural, etc.) y organizaciones activas en este espacio (desde Transparencia hasta IPAE) para impulsar una gran reforma.
No saldremos adelante como país sin un mejor sistema de partidos, políticos de carrera, mejores reglas para la relación Ejecutivo-Legislativo, e instituciones de justicia independientes y competentes. Necesitamos una gran alianza por la democracia para hacerlo realidad.
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