“Mi arte es para los limpios de corazón, para los sanos de espíritu, para los ebrios de ilusión, para los sedientos de esperanza, para los saturados de fe, para los puros, los comprensibles, los buenos; los que tienen miel en el panal del corazón, perfume en la corola del espíritu, suaves colores en los pétalos del sentimiento, música alada en los vergeles de la conciencia”.
Eso predicaba Abraham Valdelomar, a lomo de pollino, a su paso por más de un pueblo olvidado del Perú profundo, cuyos humildes y en su mayoría analfabetos moradores lo recibían entre palmas y aplausos, como un mesías redivivo, sin tener exactamente idea de quién era aquel señor con frac y monóculo que, en esos momentos, si bien polvoriento y bastante magullado por lo arduo del viaje, hacía su ingreso triunfal a donde quizás en realidad nadie lo esperaba.
En todo caso, esto le tenía sin cuidado, pues eran gajes del oficio de alguien que se sentía un elegido por la sacra luz del arte y de la poesía, nacido en un humildísimo pesebre a fines del siglo XIX para cumplir una gran misión: sacar de la ignorancia a la población, combatir el centralismo y la inercia nacional y contribuir al progreso, todo esto en tanto representante de un nuevo espíritu ungido por el arte y el talento. Poco importaba si su auditorio lo escuchaba sin entender una sola palabra de su alambicado discurso, donde se mencionaba personas, lugares, cosas por demás inauditas, pues lo que más bien contaba era ir sembrando a los cuatro vientos la semilla de su elevada palabra, que eventualmente caería en buen terreno para dar así frutos más grandes y majestuosos.
De ahí el buen ánimo con que Valdelomar acometía lo que él llamaba sus “viajes patrióticos” que, no obstante, así como tenían de samaritanos y quijotescos, eran también una inmejorable oportunidad para hacer gala de la supuesta superioridad de aquellos que según él estaban tocados por la varita mágica del talento y del genio, arrojando como producto un oxímoron andante de rendido servidor público y de dandi de paso funambulesco. Y es que el autollamado Conde de Lemos, si bien de la prosapia de apostólicos pescadores de la caleta pisqueña de San Andrés, no solo se consideraba descendiente directo de los espíritus más finos y exquisitos del antiguo virreinato del Perú y de Europa,[1] sino además de mayor valía que la mayoría de los nacidos en la rancia aristocracia social e intelectual de la época, a quienes sin ambages desdeñaba cada vez que se le presentaba la oportunidad: “Ser artista es una misión que no pueden comprender ni alcanzar los tipos con las almas de limpiabotas que no sienten el respeto que infunde el genio y que no saben admirar incondicionalmente a los cerebros radiantes que iluminan las sombras”, sentenciaba el Conde cada vez que se refería a sus ‘colegas’ detractores.
Valdelomar y Vallejo
Y es así que mientras el viajero y escritor Abraham Valdelomar en sus palabras y escritos acogía con incomparable afecto y ternura a los más sencillos y próx(j)imos, fustigaba al establishment con la cursilería y la pose de su imagen y sus maneras, adoptadas más como remedo de una casta que él admiraba y despreciaba, aunque también como una manera muy particular de llamar la atención sobre su propia obra, en un principio poco conocida o ninguneada por la inteligencia local. Y es que su actitud provocadora no tuvo reparo en lo referente a poner al descubierto la ineptitud de “los poderosos”: o se quedaban en la apariencia de bufón que él se esmeraba en cultivar y no se fijaban en la obra del “nuevo espíritu” que él forjaba sin hacer aspavientos (lo que pondría en evidencia la miopía de ellos), o bien lo reconocían de una vez por todas en su innegable talento de artista, muy por encima de lo que ellos mismos podían llegar a estar.
Como no podía ser de otra forma, en aquel tiempo no sucedió plenamente ni lo uno ni lo otro, pues apuró su tránsito a otras esferas en ‘crística’ edad (30 años). Su aura, sin embargo, fue vista en todo su esplendor por otros que como él nacieron en la trastienda de la historia y a los que también les cupo un lugar destacado en el porvenir. Un ejemplo máximo de ello es el de César Abraham Vallejo. Sabido es que su tocayo, nacido en Santiago de Chuco (1898), una aldea lejana, profesaba por el autor de Los ojos de Judas la más viva admiración, no obstante sus maneras de dandi poseur, en las antípodas de la personalidad sencilla y por momentos apocada del santiaguino. Y, con todo, una intensa corriente de simpatía y de reconocimiento se estableció de inmediato entre ambos artistas surgidos en la periferia, como si intuitivamente se reconocieran como compañeros de ruta y de destino. En ese sentido. si bien la obra vallejiana llegó a trascender para siempre los límites del lenguaje, mucho más que la del precursor Valdelomar, hay en Vallejo tantas visiones y modos que casi son copia fiel de su “dilecto maestro”. Piénsese si no, en ese poema “A mi hermano Miguel”, de Los heraldos negros, una original refundición (¿o refundación?) de “El hermano ausente en la cena pascual”, uno de los más conmovedores de la poesía escrita en español; o también en las múltiples referencias al añorado terruño que pueblan, por ejemplo, Poemas humanos (“Fue domingo en las claras orejas de mi burro/ de mi burro peruano en el Perú [Perdonen la tristeza]”), y que son eco de la remembranza pueblerina y a la vez universal practicada por su ‘hermano mayor’.
“La ciudad de los tísicos”
Pero, por cierto, hay también un Valdelomar menos íntimo y tierno, pero no por ello menos sensible e interesante. Es el caso de novelas de corte modernista como La ciudad muerta, Por qué no me casé con Francinette o La ciudad de los tísicos (1911), anteriores todas a los textos costumbristas de “El caballero Carmelo”, donde el Valdelomar que aún prima es el cosmopolita decadente y estetizante, dannunziano por vocación y por estirpe, pero también —y he aquí lo insospechado— precursor él mismo de novelas de tesis sobre el arte y la misión del artista en el mundo, como lo son por ejemplo Los cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rainer Maria Rilke, las cuatro Sonatas de Ramón de Valle lnclán y, sobre todo, Muerte en Venecia y La montaña mágica (1926) de Thomas Mann, esta última una de las cumbres de la narrativa universal.
Más allá de las diferencias de tono y alcance, después de leer esta última pocos dudarán de las afinidades que hay entre ella y La ciudad de los tísicos, desde la más obvia referida a morituri (los que van a morir), por causa de la tuberculosis, recluidos en un aldea-hospital, hasta exquisitos, refinados y casi mefistofélicos personajes discernidores de la existencia y del arte como lo son el Alphonsin de Valdelomar o el Settembrini de Mann.
Por añadidura, Valdelomar se revela también como un perspicaz etnólogo y un agudo crítico de arte, como cuando en varios excursos de La ciudad de los tísicos se ocupa del arte precolombino y del arte colonial, presentándolos con brillo, oponiéndolos con destreza, considerándolos con respeto y admiración, para a la postre concluir su análisis con reflexiones artísticas y metafísicas deslumbrantes y reveladoras. El resultado: una pequeña gema engastada de luces, matices y temblores; un canto de cisne al final de una época, pero que anuncia el nacimiento de otra; un rumor sin tiempo; una palabra de artista echada al viento, en procura de aquellos bienaventurados que, en el recodo del camino, se avengan a escucharla y acaso también a aceptarla de buen grado y con mucho placer.
[1] Adoptó este nombre en alusión a la ilustre familia que desde el siglo XVI regía la ciudad gallega de Lemos. Algunos de sus miembros fueron el monarca de Nápoles, a quien Cervantes dedicó la segunda parte de el Quijote, y Pedro Antonio Fernández de Castro, XXVII virrey del Perú.