A mediados del siglo XVIII, decenas si no cientos de personas se movilizaron en cuanto medio de transporte pudieron encontrar para llegar a lugares desde donde pudiesen observar con claridad el firmamento. Barcos, carruajes e incluso trineos jalados por perros en la nieve sirvieron para transportar a científicos, ayudantes y sus voluminosos equipos a diferentes lugares del planeta. Desde ahí, debían observar y registrar de manera minuciosa toda la información posible del paso del planeta Venus por el Sol, un fenómeno que ocurre solo cada 105 años y que explica la urgencia de dichos viajes.
La escritora británica Andrea Wulf ( 1972 ) ha reconstruido los proyectos, itinerarios e infortunios de este grupo de científicos en su más reciente libro: En busca de Venus. El arte de medir el cielo, publicado por Taurus ( 2020 ). Wulf es ya conocida por su libro La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander von Humboldt (Taurus, 2016), el cual fue recibido de manera muy entusiasta por la crítica y los lectores, y consolidó la transición de la autora de corresponsal científica en la prensa al terreno de la narrativa histórica y científica.
El tamaño del universo
Para poder reconstruir las dos expediciones —la primera en 1761 y una segunda en 1769—, la autora ha consultado documentación en diversos idiomas: manuales, tratados astronómicos, periódicos, revistas, notas autobiográficas y una abundante correspondencia personal. Casi un tercio del libro está ocupado por referencias a las fuentes utilizadas, así como por las numerosas imágenes que acompañan la narración. El libro está muy bien escrito y logra balancear las peripecias individuales con el escenario macro. Si bien por momentos no es fácil seguirle la pista al enjambre de protagonistas (directos e indirectos), el índice al final del libro es de mucha ayuda.
Poder observar y medir el tránsito de Venus no obedecía tan solo a la curiosidad científica o a un capricho. Si bien Venus había capturado la atención de los humanos desde hacía siglos, solo desde la revolución científica del siglo XVII se pensó que el sistema solar respondía a una serie de leyes y movimientos —y no necesariamente al designio divino—, y que, al tener los planetas y astros trayectorias de carácter regular, estas podían ser pronosticadas si se contaba con la información suficiente. Los datos obtenidos del paso de Venus por la cara del Sol permitirían entonces calcular la distancia del Sol a la Tierra y, a su vez, el tamaño del universo. Ello significaba hacer algo que, literalmente, solo se podía hacer una vez en la vida.
Épocas de guerra y frío
Los preparativos comenzaron un año antes de la primera observación ( 1761 ). Conseguir voluntarios no fue tan difícil como recaudar el dinero necesario de empresarios y autoridades. Los expedicionarios, sin embargo, tuvieron que pasar por situaciones de guerra, soportar temperaturas muy altas o buscar mantener desesperadamente el calor corporal al abrigo de una fogata. Algunos de ellos murieron como consecuencia del viaje y al menos uno sufrió una crisis nerviosa, que lo llevó a replantearse seriamente su compromiso con la ciencia y su propia vida.
La primera expedición no obtuvo los resultados esperados. Hay que destacar que las organizaciones científicas aprendieron de sus errores y se anticiparon para una segunda observación. No obstante, mientras Venus hacía su tránsito alrededor del Sol para dejarse ver nuevamente en 1769, las cosas habían cambiado mucho en la Tierra. La hegemonía británica se había impuesto y garantizaba menos roces que en años anteriores, si bien la rivalidad se mantenía con Francia y España. Asimismo, las condiciones meteorológicas eran más prometedoras que a inicios de la década. Imperios como el español y el ruso, antes indiferentes al proyecto de observación de Venus, ahora mostraban mucho entusiasmo de la mano de reyes “ilustrados” como Carlos III y Catalina la Grande, respectivamente.
Cooperación
El libro deja muy claro que la cooperación internacional fue más un anhelo que un resultado concreto. Hubo, es cierto, un nutrido intercambio de información y ciertas cortesías que permitieron superar rencillas geopolíticas. Pero, de la misma manera que ocurre hoy con la obtención de una vacuna contra la COVID-19, esta empresa científica fue, por encima de todo, una carrera por poder y prestigio. Prestigio personal, corporativo y, sobre todo, nacional en un momento en que las naciones continuaban peleando para extender o mantener la hegemonía en mar y tierra. Parafraseando a Carl von Clausewitz, la astronomía pasó a convertirse en la continuación de la política por otros medios. Y, para ello, los científicos no dudaron en manipular las cifras obtenidas, si eso les daba cierta ventaja en esta carrera.
El imperialismo estableció de manera muy clara los límites de la cooperación. Los lugares de observación no podían ser elegidos al azar. Uno de los criterios que determinó qué lugares serían los escogidos o descartados para la observación y medición era si se encontraban dentro de territorios coloniales o si se podía llegar con el salvoconducto del imperio respectivo. Muy pronto, los científicos-convertidos-en-exploradores se percataron de que los salvoconductos y permisos no servían de nada.
En busca de Venus fue cuidadosamente planeado para coincidir con una nueva aparición del planeta en junio de 2012. Él éxito alcanzado por La invención de la naturaleza despertó el interés por el trabajo previo de la autora, y eso ha permitido que podamos leer esta obra suya ahora en castellano (aún siguen pendientes de traducción otros libros suyos dedicados a la historia de los jardines). Para cuando Venus pueda ser nuevamente visible desde nuestras ciudades, ni quien escribe esto ni quienes lo leen estaremos presentes. Pero nuestros nietos, bisnietos o quienes sobrevivan al cambio climático podrán observar su tránsito, seguramente con la misma emoción y perplejidad que la de los científicos estudiados por Wulf.