Pintar el desierto es como pintar la nada, el vacío. Eso debió haber pensado Reynaldo Luza a inicios de los años cincuenta, cuando contempló por primera vez esas interminables dunas iqueñas, donde el cielo y el mar parecían confundirse en un mismo horizonte brumoso y eterno. Luza acababa de regresar a Lima después de brillar durante dos décadas en los escaparates y pasarelas de Nueva York, Londres y París, como ilustrador, fotógrafo y diseñador de moda, y la imponente calma del desierto debió significar para él una vuelta al origen. A ese paraíso seco, aparentemente estéril, pero que en su vastedad albergaba vestigios de otros tiempos, sombras mágicas, líneas ancestrales, contornos azules y grises, que expresó con lirismo en una obra que sorprende hoy por su aparente sencillez.
Fue Luza, justamente, el que reconquistó para el arte el paisaje costeño, ese espacio infinito que luego visitaron otros pintores, instaladores y ceramistas como Tilsa Tsuchiya, Jorge Eduardo Eielson, Fernando de Szyszlo, Emilio Rodríguez-Larraín, Esther Vainstein, Carlos Runcie Tanaka y Ricardo Wiesse. Todos emparentados no solo con esos cromatismos amarillos, ocres, sepias y terrosos de los médanos, sino también con una serie de figuras, objetos e instalaciones inspiradas en las culturas precolombinas, en los fardos, en las apachetas, en los geoglifos, en los dioses tutelares de la tierra y en las edificaciones de barro cocido típicas de los pueblos antiguos, desde los chimús hasta los nascas.
Obras que dialogan con el pasado y que parten de la idea de que el desierto —en toda su extensión e inmovilidad— contiene el embrujo de nuestros antepasados. Como en los versos de Antonio Cisneros: “solo trapos/ y cráneos de los muertos, nos anuncian/ que bajo estas arenas/ sembraron en manada a nuestros padres”.
* * *En el centro de la sala del Icpna de Miraflores, rodeado de enormes trípticos que parecen vistas cenitales de arenas surcadas por asombrosas líneas, Ricardo Wiesse recuerda la primera vez que vio el desierto: “Yo nací en Lima, pero pasé los primeros años de mi vida en el norte, en un mundo rural, absolutamente alejado de la capital. Y creo que he tenido la suerte de haber pasado muchas horas en estos espacios desolados. Por eso, desde niño, me he ido preguntando sobre lo específico y lo particular de estos sitios; sobre lo bello, lo atractivo y lo misterioso que se aloja en ellos”.
Luego, a los 15 años, visitó el Museo de Arte de Lima y el Museo de Antropología, Arqueología e Historia del Perú, de Pueblo Libre, y quedó impresionado con los mantos Paracas, y después se subió a un avión para sobrevolar las líneas de Nasca. “Ahí descubrí —cuenta con entusiasmo— que no podía permanecer indiferente a todo esto. Era muy joven y me dije a mí mismo: ‘Este es el original sobre el cual yo debo aprender’. Ahí en Palpa, en Nasca, estaban mis modelos, no en La Gioconda o en el Renacimiento”.
Wiesse presenta una exposición retrospectiva que ha titulado Década reciente, la cual recoge pinturas de formato diverso, tintas sobre papel, collages, retratos de José Carlos Mariátegui y Rodolfo Hinostroza, y lajas de piedra ónix labradas en el callejón de Huaylas. De todo este conjunto, destacan sus cuadros dedicados a la soledad del litoral costeño. Esos óleos realistas en los que se delinean los contornos del santuario de Pachacamac, el desierto en toda su extensión, y las lomas de arena que descansan sobre el mar como animales antediluvianos; pero también sobresalen esas abstracciones en las que se recrean fragmentos de territorios vistos desde el aire, pampas etéreas atravesadas por líneas de colores, por espacios geométricos y canales y olas imaginarias.
“Nosotros crecemos entre desiertos —añade—. No entre pinos ni entre nieves maravillosas, sino entre pampas calcinadas y duras, de una belleza muy agreste y particular, donde es fundamental tener una mirada entrenada para apreciar cosas que nuestra tradición occidental ha valorado poco. No olvidemos que el desierto ha sido la puerta de entrada al territorio del país y que no vivimos en un espacio neutro, sino que somos los herederos espirituales de quienes han pasado por aquí y han visto básicamente la misma geografía y han creado soluciones para habitarla y civilizarla”.
* * *En 1971 Tilsa Tsuchiya pintó un cuadro titulado “Guardián del viento”, en el que presentó a un personaje mítico circundado por un espacio desértico. Se lo dedicó a su amigo Reynaldo Luza, quien sentía admiración por su obra. Era el tiempo en que Lima crecía hacia el desierto y en el imaginario de artistas e intelectuales este espacio comenzó a adquirir una dimensión cada vez más simbólica, como un territorio amenazado por el caos de la modernidad. Este lugar comenzó a ser fotografiado con un afán documentalista, como en las espléndidas imágenes de José Casals, en el sitio arqueológico de Puruchuco, que motivaron un célebre texto de Jorge Eduardo Eielson, el cual, a su vez, tuvo gran impacto en la obra de artistas posteriores como Emilio Rodríguez-Larraín y del propio Wiesse.
En aquel escrito de 1978, el artista de los nudos y de la poesía visual se refería a “esa fabulosa dimensión subterránea que constituye quizás nuestra verdadera patria”. Dimensión que había permanecido oculta en un proceso de deterioro pero también de resistencia frente a los valores occidentales instaurados desde la Conquista, y que solo algunos espíritus visionarios —como los de Arturo Jiménez Borja, en el caso de Puruchuco— habían sabido rescatar. Y en ese plano la costa desértica tomaba un papel protagónico.
En la galería Camino Brent, entre el 29 de noviembre y el 20 de diciembre de 1977, Jorge Eduardo Eielson presentó una serie que había comenzado a trabajar a fines de los cincuenta, y que llamó poéticamente El paisaje infinito de la costa del Perú. No era solo una propuesta artística, sino también el cumplimiento de una obsesión juvenil. Esa intriga que siempre había sentido por este espacio árido que rodea Lima y que inicialmente pensaba no podía generarle ningún entusiasmo óptico, ninguna efusión anímica, y por lo mismo ningún pensamiento plástico, tal como lo explicó en el texto que presentaba la exhibición. Sin embargo, su larga estancia europea lo hizo entender que ahí estaba de alguna manera su destino como artista, y esto lo llevó no solo a recrear esa realidad agreste, sino a apropiarse de sus materiales, de la arena, de los restos de los pájaros muertos, de los despojos y los vestigios, de eso que había permanecido semienterrado y que aludía, necesariamente, a un pasado mítico que buscaba de salir del subsuelo para iluminar el presente.
“He aquí entonces que la materia se transfigura —por virtud de la memoria—, deviene paisaje interior, paisaje cultural, paisaje total. […] La presencia de la materia —en su calidad de despojo— nos recuerda nuestra propia condición carnal y su ineludible epílogo. El desierto sigue siendo —así como lo fue para nuestros antepasados— cuna y tumba de nuestro acontecer histórico”, escribió Eielson.
Sobre el lienzo entonces no se dibuja ni se pinta —como precisa el crítico Luis Rebaza—, sino que se produce un proceso mucho más sensorial: algo que Eielson llamó ‘materia pictórica’ y que estaba compuesta por sustancias como la arena, la arcilla, la tierra, las piedras molidas, los restos de huesos y excrementos secos de los animales. Con estos materiales, el artista creó una majestuosa serie que está a medio camino entre el trabajo plástico y el ensamblaje: una obra tridimensional, con capas superpuestas, superficies porosas y relieves. Era la costa convertida en arte.
* * *“Aunque es importante recordar que la noción de desierto es occidental y es probable que no haya tenido la misma connotación para nuestros antepasados —advierte el crítico Jorge Villacorta—, podemos decir que a mitad del siglo XX se empezó a gestar una estética definida sobre este tipo de paisaje”. En su opinión se trató de un proceso complejo, de tratar de pintar con elocuencia aquello que era irrepresentable. Era como tratar de llevar a la pintura una ausencia de color y sobre todo de forma, y en esto fue trascendental el trabajo de Reynaldo Luza, que fue continuado, con diversos matices, por los artistas posteriores.
“Pero aquí existe una diferencia central”, advierte Villacorta. “Mientras Luza utilizó el desierto como un motivo pictórico, como un pretexto para encontrar variaciones mínimas a un tema que hasta ese momento no había sido pintado, los que vinieron después, como Eielson, Esther Vainstein, Rodríguez-Larraín y el propio Wiesse, tomaron este espacio como un paisaje infinito, como un área en la que estaban sembrados nuestros ancestros. Eso es importante”, explica.
De esta manera, el trabajo escultórico de Rodríguez-Larraín nos remite a las arquitecturas prehispánicas de barro cocido, a esas huacas unidas en perfecta simbiosis con la naturaleza desértica de la costa. Ahí está su “Máquina de arcilla” realizada cerca de la playa de Huanchaco, en Trujillo (hoy en estado de abandono), o sus tumbas —una de ellas llamada irónicamente “Tumba de los Reyes Católicos”— realizadas en espacios públicos y privados de Lima en la década de 1980. Estas obras dialogan, de alguna manera, con las intervenciones realizadas por Esther Vainstein por aquellos años en el desierto, cuando decidió ‘plantar’ fardos funerarios en la arena, similares a los usados por los paracas, en un ejercicio que unía la práctica arqueológica con el arte. “Es curioso porque yo creo que para Emilio el desierto no existe solo, sino en relación con los Andes, como una comprensión mucho más amplia. Eso es lo interesante de su trabajo”, añade Villacorta.
Lo cierto es que en todos ellos el paisaje costeño quedó definido por la presencia de la huaca, vista como un talismán poderoso capaz de vislumbrar cierto misterio, cierta historia enterrada bajo la arena. Estos artistas han desarrollado eso que el crítico Manuel Munive llama con acierto “una mirada funeraria”.
Munive tiene un proyecto de tesis en el que desarrolla la idea de que en nuestro medio existe un tipo de instalación particular, sui generis, desarrollado a partir de esta visión del desierto a través de las huacas. Eso que se inició con Eielson y sus aproximaciones a Puruchuco, con Rodríguez-Larraín y sus planos, bosquejos y construcciones de barro cerca de Chan Chan o su obra “Apacheta” (piedras que en los tiempos antiguos marcaban o sacralizaban el territorio), dispuesta en el kilómetro 333 de la Panamericana Sur, o, más aun, con su “Cuarto de escultura”, una sala llena de piedras en la galería Camino Brent, y que continuó Vainstein con sus instalaciones en Cahuachi, Nasca. A ellos se suman Ricardo Wiesse con sus incursiones en Cajamarquilla y en Pachacamac, y Runcie Tanaka, quien, inspirado en aquel texto de Eielson de los setenta, decidió llevar sus ‘ofrendas’ a Puruchuco.
“Estos artistas miraron el vacío del desierto con mucha información previa. Y esa mirada les permitió llenar o cargar el paisaje de un simbolismo que tiene que ver, como te digo, con esa mirada necrológica. En un texto publicado en Hueso Húmero, en 1981, le preguntaron a Eielson por qué no vivía en Lima, y él respondió que esta no era una ciudad para vivir, sino un lugar ideal para morir: un cementerio”, dice Munive.
* * *A mitad de los noventa, Wiesse se hartó de la ciudad y decidió internarse en el desierto con su caballete y sus lienzos al hombro —“como esos expedicionarios alemanes del siglo XIX”, apunta Munive— para reencontrarse con esa imponente soledad que le recordaba su niñez en Chao, La Libertad. Plantó su carpa y se quedó a vivir ahí durante semanas.
“Yo fui a aprender a pintar al aire libre a Pachacamac —cuenta el artista—, hice un trueque con el dios, que me permitió entrar en sus recintos, y me he esforzado por capturar las claves cromáticas de este sitio que es importante no solo por lo trascendental de su monumentalidad, sino también porque tiene una belleza objetiva”.
Le recuerdo que hay algo de peregrinaje en su accionar, como el que realizaban los antiguos peruanos, quienes llegaban hasta Pachacamac desde todos los caminos del Tahuantinsuyo para encontrarse con lo sobrenatural. Wiesse piensa un momento y dice: “Pachacamac fue uno de los ejes principales del mundo andino, un lugar respetado por todos, y eso es lo que yo inconscientemente estoy buscando, que este lugar vuelva a ser lo que era en el pasado, que vuelva a cumplir un papel unificador en un país carente de una identidad compartida”.
Para Wiesse, como para los otros artistas del desierto, pintar estos páramos ha sido una manera de habitarlos. De hacer evidente su carga geográfica, simbólica, espiritual, emocional e histórica. Una forma de desplegar —como diría Eielson— un inmenso lienzo tendido sobre la faz dorada de nuestros antepasados.
CAMPO VISUALLa franja costera peruana, con sus más de dos mil kilómetros de longitud, no ha sido únicamente abordada por la pintura y la instalación, sino también por la fotografía. No solo destacan las maravillosas imágenes de Puruchuco captadas por José Casals a fines de los setenta, sino también las vistas del valle de Palpa o de las líneas de Nasca del estadounidense Edward Ranney. Otro hito puede ser la intervención fotográfica de Richard Long, en 1972, y otro más, la sublime postal de Billy Hare titulada “La Huega”, de 1984, en la que se puede observar a la fotógrafa Linda Connor en toda la inmensidad del desierto de Ica, con sus dunas que parecen llegar hasta el cielo. Estamos frente a la misma visión del paisaje infinito eielsoniano, “con su apabullante e inabarcable monumentalidad”, como dice el crítico Jorge Villacorta.
El propio Hare acaba de editar Huacas de Lambayeque, un libro fotográfico que nos transporta a esa especie de suelo lunar que habita entre nosotros, entre los ancestrales valles de Chancay, la Leche, Zaña, Motupe y Chamán. También destacan los trabajos de Fernando Castro y Juan Enrique Bedoya, quienes enfatizan esa tensión existente entre el desierto y el crecimiento urbano, o las reminiscencias conceptuales de Luz María Bedoya en Punto ciego, con sus vistas de la carretera Panamericana. No son los únicos pero sí algunos de los más importantes.