—Discúlpeme, señor. —¿Sí? —Soy un cineasta principiante y un gran admirador suyo. Solo quería saludarlo. —Es un placer. Orson Welles. —Yo soy Edward D. Wood Jr... ¿En qué está trabajando? —Me he quedado sin financiación por tercera vez con “Don Quijote”. —Sabe, es increíble. Justo tengo el mismo problema. —Malditos mecenas. No sabes quién es legal y quién no. Y todos creen que saben dirigir. Imposible saber si este diálogo sucedió o no. Igual que las historias que nos cuenta el cine desde hace más de cien años. Un joven director, con más aspiraciones que talento, acaba de entrar a un bar —el Musso & Frank Grill de Los Angeles— y, desesperado, pide un whisky. Apenas termina de pasarlo cuando nota que, a pocos metros de él, está sentado su director favorito. Solo él, su bebida y su puro. Un artista como el que quisiera llegar a ser algún día. Piensa acercársele, al menos para verlo de cerca, aunque hay un pequeño inconveniente: el joven está vestido de mujer. Y tiene bigote. Para su tranquilidad, Orson Welles tiene mejores cosas en qué pensar como para darse cuenta del detalle. O como para mencionarlo. Y el diálogo continúa. —Señor Welles, ¿merece la pena? —Cuando sale bien, sí. ¿Sabe en qué película tuve el control absoluto? En “Ciudadano Kane”. Los de los estudios no la soportaban, pero no llegaron a tocar ni un fotograma. Ed... —¿Sí? —Merece la pena luchar por los propios sueños. ¿Por qué pasarse la vida realizando los de otros? Ed vio la luz. Un maestro, un padre, un guía le había hablado. Repito que es imposible saber si este diálogo sucedió o no porque es parte de un filme, “Ed Wood”, el peculiar tributo de Tim Burton al hombre conocido como el peor director de cine de la historia —prueba de que las palabras de Welles no necesariamente rindieron fruto, si aquel episodio realmente hubiera sucedido—. Recordar esta escena es importante para entender por qué sintetiza de manera singular la devoción de un cineasta bisoño hacia uno consagrado, en una mirada que podríamos comparar con la del padawan al jedi. Esa misma devoción es la que puede verse en un documental recientemente estrenado y del que el mundo del cine no deja de hablar: “Hitchcock/Truffaut”. Porque, si las palabras de la película de Burton son más que probablemente ficticias, las que entrecruzaron estos grandes hombres de cine por varias horas sí que fueron reales. El encuentro entre Alfred Hitchcock y François Truffaut —que, para muchos, cambió la historia del cine— tuvo lugar en agosto de 1962. El francés disfrutaba sus primeros años de reconocimiento tras “Los 400 golpes” y “Jules y Jim”, mientras que el cineasta británico acababa de dejar al mundo angustiado en ese grito estentóreo que fue Psicosis, una de sus obras maestras. “Dales placer, el mismo que consiguen cuando despiertan de una pesadilla”, había dicho —profético, sórdido, sarcástico— en alguna ocasión. La primera consecuencia de aquel tremendo encuentro fue el libro “El cine según Hitchcock”, publicado por Truffaut hace 50 años, en 1966, que, desde entonces, ha sido lectura obligada para cinéfilos y futuros cineastas. “En los años cincuenta y sesenta, Hitchcock se encontraba en la cima de su creatividad y de su éxito... Ese éxito y esa popularidad, la crítica americana y europea iban a hacérselo pagar examinando su trabajo con condescendencia, denigrando un filme tras otro”, anotaría el creador francés en un prólogo reivindicativo de la figura de un director colocado por cierto sector de la crítica en la muchas veces injusta línea de los-que-solo-entretienen. La segunda consecuencia de aquella reunión es el documental mencionado, dirigido por Kent Jones —recordado por su colaboración con Martin Scorsese en un trabajo similar, dedicado a Elia Kazan, “A Letter To Elia”, del 2010— y basado en la extenso encuentro que, aunque no fue filmado, sí dejó numerosos audios y fotografías como testimonio de un diálogo enriquecedor para cualquier amante del cine. A pesar de eso, quizá no todos hayan quedado felices. “Nunca he entendido el culto hacia Alfred Hitchcock. Sobre todo hacia sus películas norteamericanas tardías […]. Egocentrismo e indolencia; tienen iluminación de programas de televisión. Anoche vi una de las peores películas que he visto nunca [en referencia a “La ventana indiscreta”]. Es completamente insensible a lo que una historia de voyerismo debería ser”, le diría, qué casualidad, Orson Welles, al también director Henry Jaglom en una conversación privada —que, junto a otras, sería revelada muchos años más tarde en el libro “Mis almuerzos con Orson Welles”.
—Luces—“Desde que me convertí en cineasta, mi admiración por usted no ha flaqueado —decía la carta que sostenía con ambas manos tras haber dejado el puro, sorprendido—. Al revés, se ha hecho más fuerte y ha cambiado de naturaleza. Existen muchos directores que aman el cine, pero usted ama el propio celuloide”. Luego de terminar la lectura permaneció en un silencio imperial, británico, un suspenso suyo. Poco después respondió a esa misiva, conmovido: “Querido señor Truffaut, su carta ha llenado mis ojos de lágrimas, y me sentiré honrado de recibir ese homenaje de su parte”. Había aceptado la invitación del francés para un encuentro en el que podría despacharse a su gusto sobre su visión del trabajo, la elaboración de sus filmes y su filosofía acerca del arte que los unía. Eso sucedería, como ya dijimos, en 1962, pero en realidad la historia comenzó en 1955, en la Costa Azul francesa, con Claude Chabrol como testigo de excepción. Ni él ni Truffaut habían dirigido nada aún. Hitchcock estaba en Francia para realizar la sincronización de “Atrapa a un ladrón” y ellos fueron a entrevistarlo para la mítica “Cahiers du Cinéma”, la revista que los vio nacer como periodistas, críticos y cineastas, pero cayeron a una pileta de agua helada y tuvieron que posponer la cita. “Siempre que veo dos cubitos de hielo en el fondo de un whisky me acuerdo de ustedes”, les dijo, socarrón, el maestro del suspenso tiempo después.
—Cámara—“Imagínese a un hombre sentado en el sofá favorito de su casa. Debajo tiene una bomba a punto de estallar. Él lo ignora, pero el público lo sabe. Eso es el suspenso”, decía Hitchcock. Imagínese ahora el suspenso mismo sentado, a punto de convertirse en un hombre lleno de respuestas. “Durante el rodaje de “Los pájaros” me sentí muy agitado, lo que resulta raro, pues normalmente bromeo mucho durante la filmación y suelo tener un humor excelente. Por la noche, cuando volvía a casa y me reunía con mi mujer, continuaba emocionado, nervioso. Sucedió algo que era totalmente nuevo para mí: me puse a estudiar el guion durante el rodaje, y lo encontré lleno de imperfecciones. La crisis por la que pasé despertó algo nuevo desde el punto de vista creador”, confesó aquellos días a Truffaut, pues entonces se encontraba ya en la posproducción de aquel filme. La entrevista se realizó en una sala de los Estudios Universal de Los Angeles, ante la presencia de solo dos personas más: Helen Scott, la intérprete; y el célebre fotógrafo Philippe Halsman, quien inmortalizó la reunión. Así, mientras disfrutaban algunos puros, Hitchcock le respondió a Truffaut unas 500 preguntas durante 50 horas repartidas en ocho días. “Los integrantes de “Cahiers du Cinéma” revalorizaban la obra de Hitchcock desde antes, incluso, de los años en que hiciera sus películas más conocidas. “La novia vestía de negro” o “La sirena del Mississippi”, dirigidas por Truffaut después de su entrevista, son filmes muy hitchcockianos”, nos dice Claudio Cordero, crítico de cine y director de la revista “Godard!”. Para él, el encuentro entre ambos directores no se limitó a compartir experiencias y contar anécdotas, sino que dejó una huella notoria, no solo en los mencionados trabajos de Truffaut, sino también en Claude Chabrol, que exploró la vena de la intriga y el thriller en varias de sus películas. Para Ricardo Bedoya, también crítico de cine y conductor del programa “El placer de los ojos”, esta reunión “es un encuentro clásico en la historia del cine”. Explica que Hitchcock era entonces considerado un artesano brillante y hábil, pero no el autor que los de “Cahiers du Cinéma” —que posteriormente serían parte de la Nouvelle Vague o Nueva Ola francesa— vieron en él. “Truffaut fue fundamental en la revaloración de Hitchcock, en esa construcción de Hitchcock como autor, tal como ellos lo veían, quizá como el más grande autor cinematográfico”, agrega.
—Acción—“No filmo nunca un trozo de vida porque esto la gente puede encontrarlo muy bien en su casa o en la calle o incluso delante de la puerta del cine. No tiene necesidad pagar para ver un trozo de vida. Por otra parte, rechazo también los productos de pura fantasía, porque es importante que el público pueda reconocerse en los personajes. Rodar películas, para mí, quiere decir, en primer lugar y ante todo, contar una historia. Esta historia puede ser inverosímil, pero no debe ser jamás banal. Es preferible que sea dramática y humana. El drama es una vida de la que se han eliminado los momentos aburridos”, dice Hitchcock y parece sintetizar el corazón de su filmografía. Y Truffaut parecía reforzarlo: “Si el trabajo de Hitchcock me parece tan completo es porque veo en él búsquedas y hallazgos, el sentido de lo concreto y el de lo abstracto, el drama casi siempre intenso y, a veces, el humor más fino”. Para el francés, además, la serie de películas de James Bond “representa con nitidez una caricatura grosera y torpe de toda la obra hitchcockiana, y muy en particular de 'Intriga internacional'”. Estas ideas están en el libro, pero varias de ellas pueden disfrutarse también en el documental de Kent Jones, quien hace esta película retomando partes de la grabación magnetofónica de la entrevista, las fotos de Philippe Halsman y entrevistando a otros directores como Martin Scorsese, Wes Anderson, David Fincher o Richard Linklater, quienes hablan sobre la importancia del autor de “Vértigo” en la historia del cine y en sus propias carreras. El libro, entonces, es solo un pretexto para interpretar y revivir las magníficas escenas que dejó como herencia. Truffaut fue a interrogar al maestro sobre su trabajo y terminó descubriéndose a sí mismo. Incluso Scorsese, en un momento del documental, asegura que el libro provocó en él y en su generación una gran energía y ansias de libertad. Y es que no solo de suspenso vivía el hombre. “Si durante el día ruedo una escena de terror de “Psicosis” o de “Los pájaros”, no crea que vuelvo a mi casa y tengo pesadillas por la noche. Es una jornada de trabajo, he tratado de hacer mi faena lo mejor posible, y eso es todo. En realidad, me siento más bien inclinado a reírme de lo que acabo de hacer”.
—Cine qua non—Basta repasar la historia, sobre todo, del cine contemporáneo, para ver que Truffaut y Hitchcock no son el único ejemplo del encuentro pupilo/maestro. De hecho, antes de aquella cita, en 1957, Claude Chabrol y Éric Rohmer, amigos de Truffaut, publicaron “Hitchcock”, el primer estudio serio sobre su obra. Otro integrante de la Nouvelle Vague, Jean-Luc Godard, protagonizaría junto a Fritz Lang —el legendario director de cintas como “Metrópolis” o “M”— “El dinosaurio y el bebé”, otro documental basado en las conversaciones entre ambos. Otro de los que tuvo la oportunidad de realizar un trabajo similar fue Jacques Rivette, con la entrevista que le hizo a Jean Renoir; o la del mencionado Éric Rohmer con Carl Theodor Dreyer para la colección “Cineastas de nuestros tiempos” —promovida por André S. Labarthe y Janine Bazin, viuda del crítico André Bazin, figura paterna por excelencia de la Nouvelle Vague—, en la que muchos reconocidos directores como Luis Buñuel, Robert Bresson o Josef von Sternberg contaron sus secretos. “Todo comienza a partir de los cincuenta. Godard tenía una frase para sintetizarlo: ‘Somos la primera generación de cineastas que sabe quién fue David W. Griffith’. Él creó la narración clásica en el cine, en la época del cine mudo. La generación de Godard y Truffaut fue la primera que reivindicaba filiaciones, influencias, y las ponía en su trabajo”, explica Ricardo Bedoya. “Entonces uno ve sus películas y comienza a notar la influencia de ciertos cineastas a través de homenajes, de escenas, citas o dedicatorias”, acota. “Todos han tenido un maestro: Walsh, Von Stroheim, Ford. Todos aprendieron de alguien y admiraron a algún cineasta”, agrega Claudio Cordero. “Todo es circular. Es como un club de depredadores. Todos han sido copiados, imitados, homenajeados. Dime quiénes son tus referencias o influencias y te diré quién eres”, concluye. Hay otros tributos directos, como el que Peter Bogdanovich rinde al director de La diligencia en su documental “Dirigido por John Ford”, que contó con la narración de Orson Welles, quien, preguntado por sus influencias, respondía: “Yo prefiero a los viejos maestros. Lo que significa John Ford, John Ford y John Ford”. Welles también coleccionó amistad y largas conversaciones con Bogdanovich, que también es autor de “El director es la estrella”, dos volúmenes que recopilan sus mejores entrevistas con otros creadores legendarios como George Cukor, Otto Preminger, Robert Aldrich o Sidney Lumet. Similar situación vivió Cameron Crowe junto a un ya nonagenario Billy Wilder. Aparte, hay deudas reconocibles en el cine de muchos directores. Kusturica bebe de Fellini tanto como Tarantino hace de Sergio Leone, Sam Peckinpah o Jean-Luc Godard. John Carpenter tiene herencia de Howard Hawks como Almodóvar la tiene de Douglas Sirk, Arturo Ripstein de Luis Buñuel y la tradición melodramática de su país. De Buñuel y Hitchcock tampoco escapa David Lynch. Curiosamente, otro deudor de Hitchcock, Brian de Palma —director de “Caracortada” o “Los intocables”— protagoniza un documental de similar espíritu a los que mencionamos aquí: De Palma, dirigido por Noah Baumbach y Jake Paltrow. Todo esto sucede, quizá, cuando un creador busca encontrarse o reconocer su sueño en uno anterior, ya que, como bien dijo Federico Fellini, “hablar de sueños es como hablar de películas”. Ya decía también Hitchcock: “Hay una gran diferencia entre la creación de un filme y la de un documental. En un documental Dios es el director, el que ha creado el material de base. En el filme de acción, es el director quien es un dios, quien debe crear la vida”. Después de todo, ¿por qué pasarse la vida realizando los sueños de otros?
La búsqueda de la figura paterna
La vehemencia de Truffaut en sacar adelante el proyecto con Hitchcock podría haber tenido no solo impulsos artísticos, sino también emociones filiales, considerando que en él, que nunca conoció a su verdadero padre, esta búsqueda del vínculo familiar había tenido eco en su relación con el crítico André Bazin. Luego se vio en su amistad con Roberto Rosellini —que, además, fue su padrino de matrimonio— y tuvo su punto más alto con Hitchcock. “Lo de Truffaut fue algo que hizo muchas veces —asegura el crítico Ricardo Bedoya—: buscar filiaciones, buscar paternidades. Lo hizo con otros cineastas a través de su propia obra. Así construyó su propio parentesco creativo y Hitchcock fue fundamental en eso”. Para Kent Jones, el director del documental, “los dos se necesitaban”. Según explica, era una oportunidad para reivindicarse como artista, para explicarse y hasta para salvarse. “Pero Truffaut estaba en la misma posición. Él se pasó buena parte de su vida buscando la figura del padre en Rossellini o en Renoir o, por supuesto, en Hitchcock. Quizá se entiende mejor el libro si se mira como un trabajo de colaboración, de salvación mutua”. Y agrega: “No se trata de un libro o una entrevista, sino de un tratado sobre la manera de mirar”.