Si alguien quisiera explorar el currículum de Jon Lee Anderson, solo tendría que mirar su pasaporte. En toda su vida, el periodista de “The New Yorker” ha pisado más de cien países del mundo. A los diez años viajó solo a una región agreste de Taiwán, a los 13 se fue a vivir con la etnia kpelle en la selva de Liberia, a los 14 subió al monte Kilimanjaro y recorrió todo Uganda, a los 17 trabajó como machetero en Honduras, a los 20 llegó al Perú como guía de una expedición, a los 25 se fue a cubrir la guerra civil en Guatemala. Estudió en diez colegios distintos durante los 11 años de primaria y secundaria. Se sentó en un salón de clases en Colombia, Taiwán, Inglaterra, Corea del Sur. En Indonesia, a los 12 años, estuvo a punto de morir al enfermar de disentería. En Singapur, dos meses después, se curó. La vida nómade de Jon Lee Anderson empezó incluso antes de llegar al mundo, en el vientre materno. “Nací en Long Beach, California, pero fui concebido en El Salvador”, dice el hombre que a los 13 años decidió trabajar como jardinero para cumplir uno de sus mayores sueños: conocer África. Desde entonces, su biografía es una sucesión interminable de aviones, maletas y aeropuertos. Pero también de historias de disparos y de muertes. Anderson ha pasado los últimos 33 años de su vida viendo correr las balas a centímetros de su cuerpo. Su trabajo como reportero de guerra lo ha llevado a cubrir la invasión de Estados Unidos a Iraq y Afganistán; el enfrentamiento armado en Libia; los conflictos sociales en Nicaragua y el resto de Centroamérica; los regímenes totalitarios de Liberia, Cuba, Venezuela, Angola; la guerra civil en Siria. Ha entrevistado a dictadores como Augusto Pinochet, Muamar el Gadafi, Fidel Castro, Hugo Chávez, Charles Taylor. Ha visto masacres humanas, ciudades destruidas, ejecuciones. Pero también lo que todo esto hace con nosotros: en un palacio en ruinas tras un bombardeo en Bagdad, una vez vio a un soldado norteamericano defecando sobre una lata mientras leía la revista Playboy. No era una imagen cualquiera: era la normalización del horror. De algún modo, la guerra fue algo que siempre estuvo en la mente de Anderson. Cuando era niño, elaboró una lista de cosas que debía hacer a lo largo de su vida. Entre aventuras marítimas, como remar en bote desde América hasta África, y su temerario deseo de trepar el monte Everest, el futuro reportero de la barbarie apuntó: “Ir a la guerra”. Junto al impulso por explorar lo salvaje, por vivir en lo silvestre para llegar —como dice— “al origen de las cosas”, surgió en él muy pronto una conciencia social del mundo. Deambular por el mundo desde la infancia fue un modo de criar su sensibilidad frente a lo atroz. El viaje como una escuela de la empatía. Por eso Jon Lee Anderson no es solo un cronista de guerra, sino sobre todo un traductor de la realidad, alguien que realmente comprende lo que ve y lo escribe. Que nunca deja de asombrarse ante la brutalidad, por más que haya visto la brutalidad cientos de veces. Que puede sentarse en una mesa con un dictador que ha matado a miles de personas solo para entender por qué lo hizo. Que es capaz de convertir una entrevista en una revelación histórica. Ocurrió dos veces. Un día, mientras tomaba café con el exgeneral boliviano Mario Vargas Salinas, este le confesó dónde estaba enterrado el cadáver del Che Guevara. “Hermano, yo te quería hablar de eso: el Che está debajo de la pista aérea de Vallegrande”. No fue solo un inesperado rapto de confianza: Anderson había notado que el exgeneral estaba harto de guardar el secreto, y entonces hizo la pregunta adecuada. “Me dijo: ‘no sé si sea conveniente que lo publiques’. Entonces pensé: lo utilizaré para mi libro. Pero al cabo de unos días lo llamé y le dije que el trato que teníamos estaba roto. Como periodista sabía que era una noticia muy fuerte, que no podía guardármela. Así que me puse a escribir como loco. El texto se publicó en la primera página de “The New York Times” el 21 de noviembre de 1995”, cuenta Jon Lee Anderson en una entrevista con “El Tiempo”. Con las coordenadas del lugar, el presidente de Bolivia mandó una comisión de civiles y militares para buscar el cadáver del Che. Lo encontraron dos años después. El segundo acontecimiento ocurrió en 1998, cuando Anderson estaba escribiendo un perfil sobre el dictador chileno Augusto Pinochet. Había logrado entrevistarlo tres veces en Santiago, pero aún faltaba la sesión de fotos que acompañarían el texto. En cierto momento la hija de Pinochet, con quien Anderson había coordinado las entrevistas, le dijo que su padre viajaría a Londres. Él aprovechó para proponer que las fotos se hicieran allí. La única condición de Pinochet fue que el periodista estuviera presente. Sin embargo, la información sobre el paradero del dictador se filtró y, luego de unos días de haber realizado la sesión fotográfica, Pinochet fue detenido por la Policía en una clínica de Londres. Algunos culparon de esto a Jon Lee Anderson, pero él sigue sin saber hasta ahora qué ocurrió de verdad. Ya no parece interesarle demasiado.
Primeras historiasMuchos años antes de formar parte del staff de “The New Yorker”, una de las revistas más importantes del mundo; de escribir los perfiles del rey Juan Carlos I, Gabriel García Márquez, Sadam Huseín; de ser considerado el heredero de Ryszard Kapuscinski, uno de los grandes escritores del siglo XX; de publicar más de siete libros sobre guerrillas, conflictos bélicos y dictadores; Jon Lee Anderson escribió sus primeros reportajes en Lima sobre la selva del Perú. Había llegado al país a los 20 años, luego de abandonar la Universidad de Florida, que lo aburría tremendamente, para embarcarse en un buque pesquero y convertirse en guía de expedición. En ese entonces lo único que quería era vivir la vida de un explorador. “Soy periodista porque tenía muchas ganas de ser Tintín”, ha dicho en algún momento. También ha dicho: “Siempre he pensado que pude haber sido guerrillero”. Anderson es un hombre que parece vivir con un tornado adentro. La adrenalina y el peligro son su estado natural. Por eso, cuando decidió huir de la vida académica y de su propio país, en realidad estaba persiguiéndose a sí mismo. En el Perú, durante su travesía por el Amazonas, empezó a escribir un diario. Luego de un tiempo, cuando volvió a Lima, se le ocurrió que quizá esos apuntes podrían convertirse en algo más. Se comunicó con el semanario “The Lima Times” y, al cabo de unas semanas, comenzó a publicar reportajes sobre su viaje a la selva. “Me pagaban una miseria, pero era feliz”, dice Anderson, quien hasta ese momento solo había escrito en su vida unos cuantos poemas. Era la primera vez que hacía una crónica. Antes que cualquier otro maestro en el oficio de escribir, fue su madre quien más lo impulsó a convertirse en autor. Ella también era escritora, y siempre le daba libros que él devoraba como solo un niño puede devorar un libro: metiéndose en él por completo. Cuando Anderson tenía ocho años y vivía en Taiwán, crearon juntos un periódico. Él era el editor y reportero principal y ella la mecanógrafa. Se llamaba “The Yangminshan Yatter” y duró solo tres o cuatro números. Eran historias locales que Anderson salía a buscar en el barrio donde vivían. Ya desde entonces, su vida oscilaba entre la aventura de emprender una excursión y el acto reposado de escribir.
Una guerra oscuraUn periodista de guerra es alguien que escribe sobre la vida y la muerte. Pero el precio por hacerlo es arriesgar su propia vida. Jon Lee Anderson ha estado tantas veces en peligro que, cuando le piden una anécdota, siempre le cuesta elegir cuál contar. Ver las balas pasar por su lado ya no es un acontecimiento. Una vez, en la Franja de Gaza, unos extremistas palestinos lo tomaron de rehén y lo utilizaron como escudo humano en el techo de una mezquita durante una batalla campal. La idea era apedrearlo hasta que muriera. Pero entonces sucedió algo imposible: en el último momento un hombre lo reconoció —lo habían confundido con otra persona— y, al cabo de algunas horas, logró salir de allí corriendo, en medio del caos, mientras todos se mataban entre todos. “Eso es lo peor: que te agarran y nadie cree en ti”, dice Anderson. Hoy, el periodista que ha cubierto casi todas las batallas del mundo durante los últimos 30 años ya no tiene ganas de estar en ninguna guerra. Desde el 2011 ha perdido a siete amigos cercanos en los conflictos armados de los países árabes. Tim Hetherington murió mientras cubría las revueltas en Libia. James Foley fue decapitado por el Estado Islámico. El terrible video de su muerte fue colgado en Internet y visto por miles de personas. “A partir de estos crímenes me di cuenta de que la guerra empezaba a perturbarme. Yo me conozco: si la cosa se pone muy oscura, me afectará a tal punto de hacerme daño. Y cuando algo te afecta de ese modo, no eres muy útil”, dice Jon Lee Anderson. Antes soportaba todo tipo de atrocidades, pero ahora prefiere mantenerse al margen: el horror de la guerra lo ha alcanzado. Luego de muchos años de perseguir el peligro, Anderson busca hoy estar a salvo, y su manera de hacerlo es escribiendo. En él parece haber dos personas: el que sale al mundo para vivir y el que vuelve para contar lo que ha visto. Por ahora, el hombre que ha pisado más de cien países y que ha estado en las peores guerras de los últimos tiempos solo quiere sentarse a una mesa y escribir. Hacerlo es, por qué no, una forma de volver a casa.