Hasta el día de su muerte, había olvidado todas las conversaciones que tuve con él. Había olvidado los correos electrónicos, las tardes en que nos reuníamos en el Café de la Paz, los libros que por él conocí. Había olvidado su modo desencantado de hablar de la literatura peruana, su sentido del humor y una cierta tendencia al escepticismo. Pero la mañana del 29 de abril, al enterarme de que Carlos Calderón Fajardo había muerto, todo esto volvió a mi memoria como una patada. Las muertes imprevistas son un ejercicio del recuerdo: de inmediato queremos evocar la última vez que vimos a esa persona, la última frase que nos dijo, o algún momento memorable o insignificante que vivimos juntos. Quizá con Carlos yo tuve más momentos insignificantes que memorables: unos cuantos cafés al atardecer, ciertas caminatas por el parque Kennedy, alguna visita a una librería. No estoy seguro de si fuimos amigos, aunque ahora que he vuelto a los correos que nos enviamos he visto esa palabra varias veces, escrita por mí y escrita por él.
Tenía 20 años cuando lo conocí. Era editor del blog de la revista El Hablador y, hacia fines del 2009, invité a un grupo de escritores a colaborar con columnas de opinión. Entre ellos estaba él. Durante seis meses, nos vimos todos los viernes para discutir los temas de sus textos. Pero nunca hablábamos de eso: vernos era una excusa para conversar de literatura o de su vida. Por mail nuestro diálogo era más específico. Cuando me enteré de su muerte, revisé esos correos, quizá para encontrar algún detalle que había olvidado. Ahí yo era su editor y él era mi columnista. Discutíamos los textos. Le sugería cambios. A veces él no estaba de acuerdo. Yo insistía o declinaba. Él renegaba, yo lo calmaba. Lo mismo, o peor, ocurría con los comentarios que recibía en el blog. Carlos me pedía que no aceptara ninguna intervención elogiosa si es que no aportaba nada a la discusión. “No me importa si mis textos no tienen comentarios. Prefiero eso”. Quería que sus columnas generaran reflexión. Que se discutan. Era eso o no era nada.
Hasta que en uno de sus correos me dijo que no escribiría más. “Pensaba escribir una carta y enviarla a mucha gente, pero finalmente he decidido enviártela solo a ti. […] Llevo 40 años de trabajo silencioso, honesto, impulsado por un gran amor a la literatura. […] No desperté el interés de la crítica, ni académica ni periodística. Tampoco el interés de las editoriales importantes del país. […] Mi obra, para la crítica, solo alcanzó una medianía. Y como yo no me contento con una medianía, prefiero callar”. Carlos estaba harto del silencio que producía su obra. A diferencia de lo que algunos piensan, él no quería ser un escritor de culto. “No sirve de nada ser un escritor de culto salvo para que te oculten”, me escribió. Intenté convencerlo de que no lo haga. Pero no era necesario: él sabía que renunciar no era una opción. “Voy a seguir escribiendo lo que me nazca, como quien respira, caga o duerme. Sin apuro”.
En sus últimos años, adoptó la figura de “maestro” para un grupo de escritores jóvenes, pero sus libros seguían sin leerse ni comentarse. Era uno de los mejores escritores peruanos, pero no publicaba en las grandes editoriales. Y quizá para combatir ese silencio, escribió más. Uno o dos libros por año. Calderón Fajardo escribía con urgencia, como si no le quedara mucho tiempo o como si fuera un antídoto contra el olvido. Pero seguía sintiéndose al margen. Harto y resignado, el último correo que me envió fue una suerte de despedida: “Regresaré a las catacumbas de donde nunca debí salir. Ser conocido no es lo más importante, Juan. Gracias por tus palabras. Y me da pena por ti, que eres joven y que te ha tocado nacer en un país maldito y vivirás en la misma maldición 50 años más. Esto no lo cambia nadie. Yo me voy pronto, y quiero irme con la cabeza en alto”. Y así se fue, cinco años después de escribirme esto, hace tan solo un mes. Ahora todos lamentamos su muerte y decimos que al menos nos quedan sus libros. Decimos cosas como: “El mejor homenaje para un escritor muerto es leerlo”. En realidad, el mejor homenaje para un escritor es leerlo en vida, reconocer su obra. Hoy su historia es, por eso, el retrato de una hipocresía colectiva: el gran escritor que todos decíamos que era pero que nadie se interesó en leer.
La escritura por la escrituraAlguna vez Calderón Fajardo se refirió a su ejercicio literario, con amarga ironía, como “un partido de 50 años jugado en un estadio vacío”. Recientemente, sin embargo, gozó del reconocimiento de sus pares y sus libros comenzaron a difundirse a través de editoriales independientes. Amigo íntimo de Julio Ramón Ribeyro y autor prolífico —en los últimos tiempos se decantó por el género fantástico—, firmó títulos memorables como “La conciencia del límite último” (de 1990, una de las mejores novelas policiales escritas en nuestro país), “El fantasma nostálgico” (finalista del premio Tusquets de Novela 2006) y el estupendo cuentario “Playas” (2010). El martes 19 hubiera cumplido 69 años.