Alguna vez el director Werner Herzog soñó –aunque no dormido, sino despierto y caminando– que nevaba sobre la selva. La escena es hermosa y surrealista, aunque no sorprende que venga de un hombre que ha filmado películas en los cinco continentes, de la Antártida al ardiente Sahara, del Tíbet a la Patagonia. El mismo hombre que, sin embargo, no se preocupa tanto por descubrir paisajes como por crearlos. O mejor: el cineasta que no retrata escenarios a la manera de National Geographic, sino que penetra en lo profundo del alma del mundo y de los hombres.
La imagen imposible de la nieve sobre la selva es también una metáfora del alemán de mirada fría que se asienta en la Amazonía para concretar un sueño que parece inalcanzable. Herzog describió al Perú como un “país dormido, sobre el que la ira de Dios se ha enfriado”, pero su relación con estas tierras está lejos del desagrado. Es más bien una obsesión respetuosa que nace del miedo y la fascinación. Herzog ha elegido al Perú para filmar varias películas a lo largo de cuatro décadas y es en especial la selva, el lugar donde los pájaros no cantan sino gritan de dolor, la que le provoca una atracción que desafía la razón. “No es que odie la selva. La amo, pero la amo contra lo que dicta mi sano juicio”, ha dicho.
En busca de El DoradoLa primera vez que Herzog (Múnich, 1942) estuvo en el Perú (la primera vez de la que se tiene noticia, al menos, porque siempre es difícil seguirle los pasos a un trotamundos como él) ocurrió a inicios de los 70, cuando decidió filmar la historia —con todas las licencias de una ficción— del desquiciado explorador español Lope de Aguirre, conquistador de América del Sur del siglo XVI que terminó tragado por la jungla. Su plan original era hacer una película para la televisión, más cercana a los trabajos que ya había realizado hasta el momento, “Signos de vida” y “También los enanos empezaron pequeños”: obras retorcidas y de muy bajo presupuesto que, sin embargo, poseían una densidad emocional arrebatadora. Pero en su camino se cruzó José Koechlin, hombre de negocios peruano que le planteó expandir su pequeño proyecto. “Yo le propuse hacer una película con la misma profundidad espiritual que sus anteriores obras, pero con una producción mayor, hecha para la gran pantalla”, cuenta hoy Koechlin al recordar los orígenes de “Aguirre, la ira de Dios”.
El resultado es una película fabulosa, poética e hipnótica, que abre con una toma de docenas de hombres descendiendo por el Huayna Picchu entre nubes y que navega por los ríos de la selva con la facilidad de alguien que ha vivido décadas allí. Koechlin recuerda a un Herzog decidido a sobreponerse a cualquier dificultad: “Hoy nadie se atrevería a montar la réplica de una carabela sobre la copa de un árbol altísimo; o colocar una balsa sobre el río, con un caballo y un cañón encima, y lanzarla a un remolino”. Pero ese es Herzog, el único cineasta capaz, por ejemplo, de controlar a un actor tan agresivo y diabólico como Klaus Kinski, quien tomó el papel de Aguirre y con quien tantas otras aventuras y desventuras viviría.
“Aguirre, la ira de Dios” se terminó de filmar en unos seis meses y, aunque en un inicio nadie quiso verla, tiempo después se mantuvo dos años y medio en la cartelera francesa y provocó una inusitada ola de viajeros europeos en la selva peruana. Herzog se había convertido en un promotor turístico sin quererlo. Lo único que a él le interesaba era que, según sus propias palabras, Dios había bendecido su rodaje. “En uno de esos días de filmación conocí a fondo mi destino”, confesó en su momento. Lo que quizá no sabía era que el vínculo con el Perú sería inquebrantable y que, ya entonces, estaba condenado a regresar.
Un monstruo entre dos ríosLa segunda vez que Herzog estuvo en el Perú en realidad fue una serie de idas y vueltas entre 1979 y 1981. Durante la filmación de “Aguirre, la ira de Dios”, algunas personas le habían contado la historia del explorador y cauchero Carlos Fermín Fitzcarrald. Como era de esperarse, la vida excesiva del personaje lo sedujo tanto que se empecinó en convertirla en otra película, nuevamente atravesada por la ficción: partir de la historia del Fitzcarrald real para contar la aventura de un hombre decidido a montar una ópera en la selva. Pero esa cinta, la hoy famosa “Fitzcarraldo”, sería la más problemática y accidentada de toda su carrera.
Jorge Vignati, cineasta peruano que fue asistente de dirección de Werner Herzog en “Fitzcarraldo”, recuerda con detalle los casi dos años de producción. Saca un cigarrillo pero tiene tanto por hablar que no lo enciende sino hasta media hora después de iniciada la conversación. “Esa película estuvo llena de inconvenientes —cuenta Vignati—, tantos que los costos se iban multiplicando con el correr de los días. Para empezar, nos sacaron de nuestra primera locación, cerca de la frontera con Ecuador, porque algunos jefes nativos pensaban que íbamos a depredar la selva”. Hubo gente que incluso comenzó a circular entre los pobladores fotos del Holocausto nazi asegurando que Herzog era otro Hitler. Problemas de ser alemán. Tras ello, la filmación tuvo que trasladarse a la selva del Cusco, aunque allí tampoco desaparecieron los obstáculos. No pocos le dijeron a Herzog que debía desistir, pero él nunca se rindió. “O hacemos la película o me convierto en un hombre sin sueños”, respondía.
Para empezar, el papel protagónico pasó por cuatro candidatos. El actor inicial, Jason Robards, filmó buena parte de las escenas pero finalmente desertó. El siguiente fue Mick Jagger, que en un inicio interpretaba a otro personaje, pero sus compromisos con los Rolling Stones también lo obligaron a abandonar el rodaje. De su paso por la selva solo quedan algunas escenas en las que aparece preparando raspadillas. Ya sin nadie que se animara a ponerse el traje blanco de Fitzcarraldo, Vignati le propuso a Herzog que lo protagonizara él mismo. Pero su respuesta fue demoledora: “Podría hacerlo, pero no sé sonreír”. Todo apuntaba a una sola solución y probablemente la menos deseada: había que llamar al explosivo Klaus Kinski.
“¡Fitzcarraldo soy yo!”, gritó un extasiado Kinski a su llegada a Lima. Pero una vez que pisara la selva su actitud cambiaría por completo. Sus ataques de ira desbordaron al resto del equipo al extremo que un grupo de nativos machiguengas que trabajaban en la película se ofrecieron para matarlo. Cuentan las leyendas que el propio Herzog amenazó de muerte a Kinski con un arma para que no abandonara la filmación. Pero el director alemán dice que nunca cargó ni rifles ni pistolas. Lo único que llevaba al cinto era una libreta en la que anotaba, con letra de bajo calibre, todas sus experiencias de aquellos días. Años después, ese diario se editaría como libro bajo el título “Conquista de lo inútil” y en él se puede leer la desesperación de un artista atrapado en su proyecto. A pesar del formato, el relato es fragmentado, escrito como fuera del tiempo, con días, horas y minutos diluyéndose en una sola sustancia imposible de calcular. “Mi reloj está ahora del todo roto, pero hace tiempo que pienso bien amazónicamente: antes de la comida, después de la tormenta, hacia la tarde”, escribe.
Hay también un obvio paralelo entre la empresa del Fitzcarraldo ficticio —quien se empeña en la titánica tarea de hacer cruzar una embarcación de 300 toneladas a través de una montaña y entre dos ríos— y la ambición real del Herzog director, obstinado en terminar su película. En ambos encontramos un delirante proyecto de vida, la sinrazón del megalómano. De alguna forma, el papel que Kinski interpretaba delante de la cámara era el mismo que Herzog encarnaba detrás de ella. Y en el camino, el alemán se iba quedando solo, como cuenta en uno de los pasajes más angustiantes de su diario: “Se me hizo evidente que nadie estaba ya de mi lado, ninguno, nadie, ni uno solo. [...] La soledad me golpeó como un animal gigante y enfurecido. Pero yo veía algo que los otros no veían”.
Y así, mientras Kinski se negaba a beber el masato con saliva fermentada de los nativos, Herzog escribía escenas compulsivamente durante la noche para filmarlas de madrugada, y Vignati trabajaba con una costilla rota, el rodaje de “Fitzcarraldo” se completó contra todo pronóstico. Muchos de los pormenores quedaron registrados en el documental “Burden of Dreams” de Les Blank, un seguimiento de todo el proceso de rodaje. La hazaña fue tal que a Herzog le valió el galardón a mejor director del Festival de Cannes, aunque para él esto no fuera gran cosa. “Los premios son para perros o caballos”, ha dicho en más de una ocasión.
Abolición de la muerteLa tercera vez que Herzog estuvo en el Perú data, al parecer, de 1998. Ese año volvió a caminar la selva para grabar su extraordinario documental “Mi enemigo íntimo”, sobre su ambivalente relación con Klaus Kinski, fallecido en 1991. Y también preparó otro documental, “Alas de esperanza”, que trata la historia de Juliane Koepcke, una joven alemana que fue la única sobreviviente de la caída de un avión en la selva peruana el 24 de diciembre de 1971, fatal Nochebuena en la que murieron 92 personas y en la que Herzog también pudo morir. Ocurre que su interés por este extraordinario caso se debió a que él mismo estuvo a minutos de abordar ese vuelo fatal cuando en 1971 tenía que viajar de Lima a la selva para la filmación de “Aguirre, la ira de Dios”. Por ende, “Alas de esperanza” es la historia de dos supervivientes: la de Juliane Koepcke y la del propio Herzog. De esos eventos asombrosos están plagadas su vida y su obra.
Uno de los pocos peruanos que vio a Herzog (y que lo reconoció) aquel agosto de 1998 fue el periodista Julio Villanueva Chang, quien pudo interceptarlo mientras este recogía información sobre el caso Koepcke en el archivo de El Comercio. Aquella entrevista al vuelo tomaría la forma de una crónica, “El cineasta invisible”, en la que Herzog soltó declaraciones a cuentagotas pero que sonaban a sentencia, como cuando Villanueva Chang le preguntó si se consideraba un cineasta maldito. “No, yo soy un cineasta bendito. Si no, no hubiera hecho hasta hoy 40 películas”, respondió la voz cavernosa de siempre.
“En ese tiempo ya me gustaba su cine, pero recién después de nuestro encuentro es que se convirtió en casi una obsesión”, dice Villanueva Chang, quien tiene en su biblioteca casi una veintena de libros de Herzog o sobre él. Aun hoy cree firmemente, por alguna extraña intuición, que volverá a conversar con el cineasta, aunque vuelvan a ser otros fugaces cinco minutos. “Me fascinan sus frases que suenan a última palabra. Y que están dichas con una seriedad tan alejada de cualquier afectación que, aunque no sean verdades absolutas, uno siente que sí lo son y le cree”, agrega.
Herzog también estuvo en el Perú en el 2009, junto al actor Michael Shannon, para filmar en Machu Picchu su ficción “My Son, My Son, What Have Ye Done”. Y probablemente haya estado en otras ocasiones, aunque su paso por el mundo cada vez es más enigmático, extraño y fantasmal. En los últimos años ha actuado como villano en una cinta en la que Tom Cruise era el héroe (y en la que todos queríamos que ganen los malos, por supuesto) e incluso apareció en un documental quedándose fuera de un concierto de The National. Así de versátil e inesperado es él: grabando documentales para poderosas empresas de telefonía (“From One Second to the Next”, que alerta sobre los riesgos de usar el celular mientras se conduce) y filmando en locaciones tan diversas como el salar de Uyuni de Bolivia o volcanes activos en Corea del Norte. Y aun así, Herzog, el director total, dice que solo ve tres películas al año. Es que quizá ya está más allá del cine. O el cine está más allá de él.
La vida exagerada de Werner HerzogSi en el cine lo felliniano o lo bressoniano es fácilmente identificable, lo herzogiano engloba también una serie de rasgos bien definidos: personajes desbordantes y estrafalarios envueltos en situaciones tan únicas que resultan hasta poco creíbles. Pero eso no solo está en el cine de Herzog, sino que se extiende hasta su propia vida, marcada por el asombro. El alemán ha filmado una película con todos sus protagonistas bajo hipnosis (“Corazón de cristal”) y ha hecho del aislamiento y las largas caminatas una actitud frente al mundo. En una ocasión, viajó a pie de Múnich a París convencido de que su peregrinación hasta la casa de la historiadora y crítica Lotte Eisner —gravemente enferma— la salvaría de la muerte. Y de hecho lo logró. Todo ese periplo está narrado en el libro “Del caminar sobre hielo”. Así se pueden contar anécdotas de lo más diversas sobre Herzog, como cuando por puro azar presenció un accidente de tránsito que sufrió el actor Joaquin Phoenix y le salvó la vida. O cuando en plena entrevista recibió un impacto de bala en el vientre y prácticamente ni se inmutó (la escena está registrada en YouTube). Quizá todas esas experiencias que rayan en lo milagroso tengan algo que ver con la llamada “verdad extática” sobre la que tanto teoriza. “Un estado de sublimidad —escribe él— en el que se vuelve posible algo más profundo, una especie de verdad que es enemiga de lo meramente factual […] y que nos vuelve capaces de elevarnos por encima de la naturaleza”.
Fitzcarraldo no es FitzcarraldLa figura de Carlos Fermín Fitzcarrald (1862-1897) es hasta hoy motivo de polémicas. Como explorador, fue el primer hombre blanco en penetrar la selva de Madre de Dios y descubrir el istmo que hoy lleva su nombre. Como comerciante cauchero, no son pocos quienes lo catalogan como un voraz depredador. El empresario José Koechlin asegura que es un “héroe geográfico” pues defendió territorios peruanos que estuvieron a punto de caer en manos de Brasil. Sin embargo, para Rafael Otero, autor del libro “Fitzcarrald: pionero y depredador de la Amazonía”, esa es una versión falsa y distorsionada: “Allí existen muchas fabulaciones. Fitzcarrald sí fue un gran explorador, pero también arrasó con varias etnias de no contactados, que hasta hoy son hijos de sus desgracias”. Lo cierto es que el protagonista del filme de Herzog, interpretado por Kinski, parte del traslado de una embarcación entre dos ríos que lideró Fitzcarrald, pero agrega elementos ficticios como su visita a Manaos y su idea de instalar una ópera en la selva. Herzog siempre fue claro en decir que no quiso hacer una cinta biográfica. Fitzcarraldo es en realidad la historia desmesurada de una obsesión.