Comencé a escribir este libro hace cinco años, poco después de haber emergido de un largo episodio de depresión. Fue una temporada en la que no hallé ningún trabajo estable, me consideré invalidado para la literatura y, sobre todo, fui incapaz de sentir cualquier interés o afinidad por las personas y las cosas que me rodeaban. Nunca he sido muy sociable, pero no recuerdo otro intervalo de mi vida en el que el contacto humano me resultara tan equiparable a un suplicio infernal. Ir a una reunión, aunque fuese familiar, o ser abordado por un amigo o conocido en la calle significaban trances angustiantes e interminables que procuraba evadir de cualquier forma. Esa permanente incomodidad empeoró debido a mi dispersión mental.Seguir a @ElDominicalEC !function(d,s,id){var js,fjs=d.getElementsByTagName(s)[0],p=/^http:/.test(d.location)?'http':'https';if(!d.getElementById(id)){js=d.createElement(s);js.id=id;js.src=p+'://platform.twitter.com/widgets.js';fjs.parentNode.insertBefore(js,fjs);}}(document, 'script', 'twitter-wjs');
Me resultaba casi imposible hilvanar dos ideas medianamente coherentes en una conversación, poder leer un libro completo —no debo de haber acabado, y con mucho esfuerzo, más de cinco o seis en aquel período— o sentarme a ver una película hasta el final. Quedé, pues, por aquellos años, incapacitado para percibir el peso y el color de las cosas de este mundo. Todas estas conductas e insuficiencias se agravaron por causa del consumo reiterado de una sustancia de la que me proveía semanalmente; cuando no podía disponer de ella, naufragaba en una angustia e irritación insoportables. Acabé por aislarme, por cerrar mis fronteras, como hacen esos países pequeños y hoscos donde la gente camina poco por la calle. Así, privado de relaciones con los demás, llegó un momento en que nadie me esperaba en ninguna parte.
Mis jornadas eran idénticas y previsibles. Despertaba envuelto en un cansancio sicológico, espeso, opresivo, malsano, que me corroía mientras estaba durmiendo hasta el punto de que era incapaz de soñar. Me levantaba aturdido, a las siete, cuando mi mujer se iba al trabajo. Entonces daba vueltas por la casa en busca de algo a qué asirme y, finalmente, al no encontrarlo, me tendía sobre la cama, narcotizado, y cerraba los ojos esperando que me venciera el sueño y el día se volviera de ese modo más breve. Esta mecánica, empleada para imponer dilatadas elipsis en mis mañanas y mis tardes, se fue prolongando con el paso de las semanas, y despertó un deseo de muerte que me asustó cuando lo identifiqué. Para conjurarlo, decidí salir a caminar por la ciudad durante muchas horas, tardes enteras, hacia los barrios menos habitados. Casi siempre mis caminatas se saldaban en un reseco parque abandonado, lejos de cualquier avenida principal. Cuando empezaba a creer que mi situación iba a volverse permanente, cuando procedí a comportarme como cualquier animal que se resigna, de pronto las cosas fueron mejorando y pude volver a trabajar y a reconstruir gradualmente mi casi disuelto vínculo con el tiempo y con las personas. No obstante, rehabilitar mis facultades, deterioradas por aquel aburrimiento esencial, fue un proceso lento y áspero que solo pude cumplir a medias.
La mía era aún una estabilidad frágil, pero suficiente como para recobrar algo de concentración, volver a salir por la noche, leer algunos libros y plantearme algún proyecto literario a futuro. Sin embargo, ya no pude volver a escribir poesía. Hasta ese entonces había escrito cinco libros de poemas, no había hecho otra cosa sino dedicarme a eso desde los dieciocho años y hasta antes de mi etapa oscura nunca concebí la posibilidad de dejar de hacerlo. Pero un día indeterminado esa fe se perdió, sin dolor, como a quien le erradican una extremidad donde la necrosis ha impuesto sus maneras. Ni siquiera quise intentarlo; el desinterés fue tan rotundo que hasta a mí mismo me sorprendió. Tan rotundo que han pasado los años y no he vuelto a sentir la necesidad de volver a escribir un solo verso, como si realmente nunca hubiera compuesto uno en toda mi vida.
A la par del abrupto fin de mi interés por escribir poesía nació en mí la urgencia por ponerme a trabajar en un libro sobre Pier Paolo Pasolini. Esta era una idea que me perseguía desde mi época de estudiante universitario, hace casi quince años atrás. Resolví hacer un ensayo acerca del tramo final de su obra y de su vida; con ese propósito me pasé varios meses releyendo sus poemas, sus novelas y sus guiones, seleccionando sus artículos y entrevistas, cotejando sus películas a una década de haberlas visto por última vez. Como la bibliografía de ensayos, notas periodísticas y obras de otros géneros dedicadas a él es monumental y no cesa de crecer, decidí ceñirme a los asuntos centrales que quería abordar, aunque luego mi investigación mutara de aquella severa metodología a un caos donde leía todo lo que cayera en mis manos, aun si trataba solo lejanamente sobre él. Una de las caóticas líneas de investigación consistió en buscar todo lo que se había escrito sobre Pasolini en el Perú (que, como me esperaba, no era mucho). Lo más ambicioso, sin duda, es “La pasión de la muerte según Pasolini”, un ensayo inteligente —aunque apalabrado y por momentos francamente pedante— del cineasta José Carlos Huayhuaca, publicado en la revista “Hablemos de Cine” en 1982. Pero lo más significativo es el breve artículo de Jorge Eduardo Eielson que apareció en la revista Sí en diciembre de 1991, titulado “Prosa amarga de las riberas de Italia”. En esta pieza el poeta cuenta cómo fue que lo conoció a mediados de los años cincuenta en un establecimiento de baños a orillas de Tíber, al que ambos eran asiduos. Pasolini le mostró sus poemas; luego de leerlos, Eielson admite que solo le produjeron “una relativa indiferencia”. Aquel incidente, como suele pasar entre los poetas, anuló cualquier posibilidad de que se convirtieran en amigos. Luego de narrar esta anécdota, Eielson elabora un preciso retrato de Pasolini como escritor, como intelectual y como director, que concluye calificándolo como un “poeta del cine” y profeta que anticipó, con décadas de distancia, cuáles serían nuestros funestos destinos individuales y colectivos. El artículo contiene también un dato dudoso que no he podido corroborar en ninguna de las fuentes a mi alcance. Eielson sostiene que Pasolini era asistido por un amigo sacerdote cuando pasaba por momentos de duda o depresión. No es un dato dudoso solo por el hecho de que ninguno de los otros autores que he consultado lo registra, sino también porque no encaja dentro de la personalidad de un hombre sumamente reservado que, más allá de hacer eventuales confesiones íntimas a sus amigos, resolvía o fermentaba sus problemas y abatimientos en la soledad más absoluta, y que si bien mantuvo relaciones corteses y respetuosas con clérigos y autoridades eclesiásticas durante su vida pública, siempre se cuidó de hacerlos ingresar al ámbito de su privacidad. Para paliar el desconcierto o la neurosis, contaba con la complicidad de sus dos o tres amigos más cercanos —Laura Betti, Elsa Morante, Alberto Moravia—; y para mitigar su melancolía, la caza de baratos cuerpos jóvenes luego de las once de la noche. Los representantes de la religión institucional y su auxilio moral poco o nada tenían que hacer en esos dominios.
Como sea: el punto es que me aboqué a mi proyecto durante un año de trabajo intenso y nocturno. Todos los días, a las siete de la noche, me encerraba disciplinadamente a transcribir notas, celebrar alianzas y establecer disidencias entre mis posturas y las de los libros que atestaban mi escritorio. A darle forma a un texto que, finalmente, abandoné a las puertas del capítulo final. Sucedió una mañana que preludiaba el verano, cuando releía lo avanzado. Me bastaron menos de veinte minutos para comprender que no tenía ningún sentido continuar la lectura. En un acto de sinceramiento acepté que no era ese el libro que realmente quería y debía escribir. Es más: todos esos datos, disquisiciones, citas, no eran sino una engorrosa impostura, un denso subterfugio edificado para exonerarme de una deuda contraída conmigo mismo desde hacía mucho. Eran apenas un montón de páginas que respondían a preguntas que ya habían absuelto otros, casi siempre de mejor manera que la mía. Evitaba, de este modo, contestar las que realmente me importaban y solo yo era capaz de responder. No podía proseguir sin comprender cómo, habiendo dejado hacía tiempo de ser ese muchacho admirativo que en medio del inmanejable desorden de su adolescencia decidió ampararse bajo la figura de Pasolini, volvía a él en medio de mi lento y áspero proceso de restauración personal, siendo ya un hombre de casi treinta y cinco años.
No podía continuar sin conocer cuáles habían sido las razones de mi descenso hacia ese yermo mental que habité largo tiempo, precario de fuerzas, disfuncional y contrariado.Novela: “Pequeña novela con cenizas”Autor: José Carlos YrigoyenEditorial: PlanetaPáginas: 104Precio: S/.35.00