Mi primer encuentro con Mario Vargas Llosa ocurrió en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, durante un tránsito que mi esposa y yo hacíamos hacia Francia, y que el futuro premio Nobel de Literatura realizaba hacia un destino que nunca conocí. Al reconocerlo, ese día me atreví a hacer algo que violenta mi carácter pero que, en aquella ocasión, no pude dejar de hacer: me acerqué y le hablé. Seguir a @ElDominicalEC !function(d,s,id){var js,fjs=d.getElementsByTagName(s)[0],p=/^http:/.test(d.location)?'http':'https';if(!d.getElementById(id)){js=d.createElement(s);js.id=id;js.src=p+'://platform.twitter.com/widgets.js';fjs.parentNode.insertBefore(js,fjs);}}(document, 'script', 'twitter-wjs');
Al escuchar mis primeras palabras (“Maestro, discúlpeme que lo distraiga… pero… yo soy un escritor cubano y quería decirle algo…”), Vargas Llosa puso la cara de póker que es fácil imaginar. ¿Cuántos escritores no se le habrán acercado a lo largo de 50 años para decirle que ellos también lo son y cuánto lo admiran? Pero su rostro tuvo un notable cambio muscular cuando continué mi confesión (“…y es que cada vez que empiezo a escribir una novela, me leo 'Conversación en La Catedral'…”), porque no hay escritor en el mundo que pueda resistir incólume el elogio de un discípulo, y más si es de esa categoría… Nuestra conversación en Barajas, que se animó luego de mi confesión, derivó hacia el estado de salud de viejos amigos cubanos de Vargas Llosa y terminó, en unos pocos minutos, cuando nuestros senderos se bifurcaron hacia distintas puertas de embarque del aeropuerto madrileño.
Unos años después tuvimos ocasión de compartir un distendido desayuno durante la celebración de un Hay Festival en Barcelona, y hablamos sobre todo de mi libro “El hombre que amaba a los perros”, el cual, me dijo, le había resultado muy interesante por la manera en que había concebido al personaje de Ramón Mercader y la estructura casi policial de una novela que no era para nada policial. Entonces pude explicarle por qué, antes de empezar a escribir mis novelas, yo suelo leer “Conversación en La Catedral”, y es que con esa precisa obra suya tuve la más clara noción de cómo la estructura dramática de un texto novelesco puede contribuir a darle una forma dinámica y envolvente al argumento narrado… Y le agradecí otra vez por esa clase maestra de escritura de la cual tanto me he aprovechado. De aquel encuentro, por cierto, dejó constancia gráfica la cámara inquieta de Daniel Mordzinski, el fotógrafo de la literatura latinoamericana de los últimos 30, 40 años, que realizó un tríptico imaginativo y creador.
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Hace poco visité Lima por primera vez en mi vida. No sé por qué, luego de haber estado en 30 países, la capital peruana se me había mantenido esquiva, hasta esta ocasión en que fui invitado a participar en el Segundo Festival de la Palabra, por el que pasó fugazmente Vargas Llosa en la jornada anterior a mi llegada, lo que impidió un posible tercer encuentro.
Sin embargo, lo que permanecía allí en Lima, esperándome, y yo no podía dejar de ver en esta visita era (es) la avenida Tacna, que el novelista alude en la primera y memorable página de la novela mencionada, esas líneas que desde hace años soy capaz de citar de memoria y hasta he reproducido en una de mis obras (el guion de “Regreso a Ítaca”, la película dirigida por Laurent Cantet): “Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”.
Dicen algunos limeños que la avenida Tacna que Santiago Zavala había visto en los sesenta no se parece demasiado a la actual. Otros afirman que, aun cuando Lima es otra ciudad, enferma de gigantismo, esa calle que bordea el Centro Histórico de la antigua capital virreinal apenas ha cambiado: sus carriles siguen corriendo por unas pocas manzanas y van a dar al río Rímac después de dejar atrás la iglesia dedicada a Santa Rosa de Lima, y, como siempre, están abarrotados de automóviles y flanqueados por esos edificios desiguales, quizá hoy más descoloridos, bañados por la eterna neblina que la ciudad recibe del mar y bajo un cielo que, solo en ocasiones, no es gris. La avenida Tacna hacia la que fui, como un peregrino, sobrevive en la realidad y se ha inmortalizado gracias al poder de la gran literatura, y ahora puedo no solo leerla, sino también, de algún modo, poseerla, con su neblina, sus edificios desiguales y descoloridos, como esencia de lo que ha sido y será el Perú: antes y después de joderse, antes y después de haber sido descrita en la novela que tanto me ha ayudado a escribir las mías.