¿De qué sirve la filosofía? ¿Dónde y por qué sobrevive? ¿Es un saber innecesario que se resiste a desaparecer? De ser lo último, ¿debemos desterrarla del Perú, como se ha hecho en el currículo escolar en un pretendido giro “científico” y “pragmático”? ¿Debemos más bien rescatarla, tomándola hasta como antídoto para la corrupción? A un año de su partida, Francisco Miró Quesada Cantuarias (Lima, 1918 - 2019 ) puede ayudarnos con una respuesta.
La filosofía: reina de las ciencias
Cuando le preguntaron si era sabio, Pitágoras ( Grecia, ca. 570 - ca. 500-490 a. C. ) respondió que no era sabio, sino amante de la sabiduría (un phileo sophia). La humildad del (verdadero) filósofo fue expresada de otra forma por Sócrates ( Grecia, ca. 470 - ca. 399 a. C. ): si en verdad era el más sabio, como lo dijo el Oráculo de Delfos, se debía al hecho de reconocer su ignorancia. De ahí el dicho —inmortalizado por Platón ( Grecia, ca. 427 - ca. 347 a. C. ) en la apología de Sócrates—: “Solo sé que nada sé”.
Esta disciplina que llamamos filosofía fue considerada en la Antigüedad como la reina de las ciencias. Explicar la superioridad que los antiguos le atribuían requiere más espacio, pero quizá baste con esto: la llamaban la reina de las ciencias, en parte, por ocuparse de las preguntas humanas más importantes. Las preguntas sobre lo bueno, lo bello y lo verdadero. Preguntas que solo la filosofía se haría y que solo ella podría responder, preguntas que todos nos hacemos naturalmente, pero que la rutina se encarga de enterrar.
La filosofía: sierva de la teología
La filosofía era la reina, pero reinaba en la humildad. Con el cristianismo, dio un paso de humildad mayor: cedió su corona a la teología. Fue Clemente de Alejandría ( Grecia, 150 - ca. 215 d. C. ) quien, en su libro Stromata, presidió la ceremonia, declarando a la filosofía la “sierva de la teología”. Su rol, en adelante, sería facilitar el trabajo de esta última, la que se ocuparía de preguntas aún más importantes: en breve, las preguntas sobre Dios y su relación con el mundo.
La filosofía, en otras palabras, se cristianizó en la Edad Media. Pensemos en Tomás de Aquino ( Italia, 1225-1274 ) y su ética de la virtud. En la Suma teológica, Aquino recoge la teoría de Aristóteles ( Grecia, 384 - 322 a. C. ) y construye sobre ella. Así, a las cuatro virtudes cardinales (templanza, fortaleza, justicia y prudencia) Aquino añade tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Estas virtudes, refiere Aquino, nos conducen a una felicidad superior a la defendida por los griegos: el encuentro con Dios, que es amor.
La filosofía: sierva de las ciencias
Con la Modernidad iniciada por Descartes ( Francia, 1596 - 1650 ), la filosofía, una vez más, se transformó. Para comenzar, se secularizó. La pregunta sobre Dios sigue presente en sus más grandes exponentes (Descartes, Locke, Kant, etc.), pero si en la Edad Media los filósofos partían de la fe para entender (“credo ut intelligam”), los filósofos modernos ponen de lado su fe para filosofar. La filosofía, así, se divorcia de la teología.
El caso del “racionalista” Descartes es emblemático. En sus Meditaciones metafísicas, se propone dudar de todo, absolutamente todo, en busca de una verdad indudable, que resulta ser la duda misma. Pero dudar es pensar y, si uno piensa, entonces existe (de ahí el también famoso “pienso, luego existo”). Por el lado “empirista”, sin embargo, la filosofía se vio humillada cuando, en su Ensayo sobre el entendimiento humano, John Locke ( Inglaterra, 1632 - 1704 ) la declaró “sierva de las ciencias”.
Las ciencias: ¿siervas de la filosofía?
Según Locke, el rol de la filosofía es ayudar a las ciencias a responder sus preguntas. ¿Y de qué preguntas se ocupan las ciencias? ¿Son, acaso, las mismas preguntas que ocupan a la filosofía? Las ciencias no se ocupan (ni tendrían por qué hacerlo) de lo bueno, de lo bello y de lo verdadero. Pensemos en la teoría del Big Bang: se pregunta por el origen físico del universo, pero no se ocupa del sentido del universo. Y, si algún físico dice que el universo no tiene sentido, ya no estará haciendo física, sino filosofía.
Decir que la filosofía está al servicio de las ciencias es, en gran medida, dejar de filosofar. Pero, ¿y si lo opuesto es el caso? ¿Si las ciencias son, más bien, las siervas de la filosofía? ¿Qué podría significar? Es decir, ¿cómo las ciencias podrían ayudar a la filosofía a responder las preguntas humanas más importantes? La propuesta de Francisco Miró Quesada Cantuarias en su Ensayo de una fundamentación racional de la ética ( 2003 ) es un excelente ejemplo de cómo este podría ser el caso.
Objetivo y estrategia. Miró Quesada dedicó su obra filosófica a lo “verdadero” y a lo “bueno”. Para decirlo en el lenguaje del filósofo en quien más se inspiró, Immanuel Kant ( Alemania, 1724 - 1804 ), Miró Quesada se ocupó de dos preguntas fundamentales: ¿qué puedo conocer? (lo “verdadero”) y ¿qué debo hacer? (lo “bueno”). Su objetivo mayor era el hallazgo de un principio supremo de la razón, ese que nos permite tanto conocer el mundo como vivir éticamente.
Para ello fue bastante estratégico. “¿Dónde tendré más chances de encontrar el citado principio? ¿En las ciencias exactas, o en las ciencias sociales y humanas?”, parece haberse preguntado. Dado el progreso innegable de las ciencias exactas, optó por lo primero. En otras palabras, se sumergió en el estudio de la ciencia y, más particularmente, de la física, en busca del principio racional que habría permitido ese mismo progreso.
El descubrimiento. En la física encontró lo que buscaba: el principio de simetría. Este ha ido cobrando cada vez mayor importancia desde, al menos, los tiempos de Galileo ( Italia, 1564 - 1642 ). Como afirma el premio Nobel de Física David J. Gross ( Estados Unidos, 1941 ), “sin el principio de simetría, es difícil imaginar todo el progreso que se ha hecho en la deducción de las leyes de la naturaleza. Hoy en día caemos en la cuenta de que los principios de simetría son aún más poderosos: ellos dictan la forma de las leyes de la naturaleza”.
No es necesario, para entender —grosso modo— la propuesta filosófica de Miró Quesada, comprender previamente el significado de la simetría en la física: basta con reconocer su existencia e importancia. Los interesados pueden leer el texto de Gross en internet (The Role of Symmetry in Fundamental Physics) o el mismo Ensayo de Miró Quesada (en efecto, a pesar de tratarse de un ensayo de ética, Miró Quesada dedica buena parte de este a la física. Ya sabemos por qué).
De la física a la filosofía. Habiendo identificado el principio de simetría, Miró Quesada hace lo que vino a hacer: filosofar, es decir, responder a las preguntas humanas más importantes. En resumen, defiende que el principio de simetría no es solo el principio supremo de la física, sino también de la razón misma. Se trataría, en otras palabras, del principio con el que la razón, nuestra razón, conoce el mundo. Pero no solo conoceríamos con dicho principio: la simetría sería también el principio con el que distinguiríamos lo correcto de lo incorrecto.
En la ética, la simetría exige tratarnos recíprocamente. Me atrevería a afirmar —aunque Miró Quesada no lo dice— que la simetría funda la antigua, pero siempre vigente y universal, regla de oro: “Trata al otro como quieres que te traten a ti”. En el derecho, por su parte, la simetría se manifestaría en el principio de la igualdad de la ley. En la política, finalmente, la simetría se encarnaría en el sistema más justo de gobierno: la democracia. De esta forma, Miró Quesada elabora una filosofía original y “hecha en el Perú”.
Conclusión
Retomemos las preguntas iniciales: ¿De qué sirve la filosofía? ¿Dónde y por qué sobrevive? ¿Es un saber innecesario que se resiste a desaparecer? Enhorabuena si los peruanos filosofaran por gusto, es decir, por el simple placer de hacerlo. Pero digamos también que es necesaria para responder las preguntas más importantes, como la pregunta ética. Para ello, como demuestra Miró Quesada, puede servirse de las ciencias. En un país con tanta corrupción, esto debería bastar para devolver a la filosofía (y las humanidades) el lugar que les corresponde.
*Alonso Villarán es profesor de Ética de la Universidad del Pacífico