Antes de probar suerte en Hollywood, Robert Altman ejerció múltiples oficios. Fue aprendiz de actor, camarógrafo, libretista, documentalista, y en la Segunda Guerra Mundial participó en 20 misiones aéreas como copiloto de un bombardero. Uno de sus empleos más extraños fue tatuar perros en una compañía en la que invirtió sus ahorros, y con la que se fue rápidamente a la quiebra. Todo eso antes de cumplir los 30 años. Y cuando su existencia parecía condenada a la rutina grisácea —como la de esos personajes que después retrató con maestría en Vidas cruzadas—, su suerte cambió de pronto. La leyenda cuenta que Alfred Hitchcock vio uno de sus primeros ejercicios fílmicos, una película de bajo presupuesto realizada en 1955 sobre la violencia juvenil, y que su intuición de cazatalentos lo llevó a fijarse en él.
Era lo que Altman esperaba. Apadrinado por el maestro del suspenso, se mudó a Hollywood y llegó a dirigir varios capítulos de la serie “Alfred Hitchcock presenta”. Entre 1957 y 1966 participó, además, en la dirección de otros populares programas de la televisión estadounidense como “Bonanza”, “Bus Stop”, “Combate” (el de Vic Morrow) y “Ruta 66”. Sin embargo Altman, nacido en un acomodado hogar católico de Kansas en 1925, no estaba hecho para ser domesticado por la industria, sino para ser un rebelde, alguien que iba a hacer escuela en el corazón mismo del cine más comercial del mundo. “Hollywood vende zapatos, mientras que yo fabrico guantes”, diría en una célebre entrevista muchos años después.
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A fines de los sesenta, el clima antibélico crecía no solo en las calles con protestas contra la guerra de Vietnam y la política de Richard Nixon, sino también en el cine. Películas políticamente correctas que cuestionaban la violencia con tonos moralistas o enaltecían el patriotismo estadounidense llenaban las salas hasta que Altman se atrevió a cambiar la perspectiva. En 1970 estrenó M.A.S.H. y se produjo un antes y un después en el género bélico: esta comedia negra sobre las vicisitudes de un grupo de médicos en el frente de Corea no quería dar ninguna lección ni mucho menos elogiar la moral del soldado estadounidense. Mostraba solo situaciones absurdas en una guerra absurda. El filme ganó la Palma de Oro en Cannes, el Globo de Oro y tuvo cinco nominaciones al Óscar, entre ellas la de mejor película.
Altman pasó a ser entonces una celebridad. Este repentino éxito de crítica y de público le dio fuerzas para acrecentar su fama de director caótico (y aun así rodar con repartos muy numerosos), prolífico y autónomo. Desde sus trabajos iniciales buscó siempre escribir o coescribir los guiones de sus obras, algo que no cayó bien en los grandes estudios. (Sería célebre su pelea con la Fox en los años ochenta, lo que lo condujo a un exilio en Francia). Y desde esa independencia pudo emprender proyectos ambiciosos como “Nashville” (1975) y “Vidas cruzadas” (1993), una adaptación de nueve cuentos y un poema de Raymond Carver, que se convirtieron, bajo su perspectiva, en una película coral de más de tres horas de duración, por donde desfilan 22 personajes con historias entrelazadas por el azar y circunstancias diversas. Son losers carverianos de una sociedad en apariencia exitosa —artistas, alcohólicos, camareras, amas de casa, policías y desempleados— que se encuentran irremediablemente atrapados en vidas rutinarias, marcadas por engaños, secretos, infidelidades y tragedias. El año siguiente dio un giro con la deliciosa parodia de “Prêt-à-Porter”.
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La relación de amor y odio entre Altman y la industria tuvo su momento cumbre en 1992, cuando el director estrenó “El juego deHollywood”, donde ironizó sobre las mezquindades de la meca del cine. Paradójicamente, la cinta recibió tres nominaciones al Óscar; por supuesto, no ganó ninguno.
Tres lustros después, en enero del 2006, las escaramuzas llegaron a su fin. La Academia, que antes le había negado la estatuilla en cinco oportunidades, anunció que le entregaría un Óscar honorífico. Altman era ya un anciano de 80 años y, aunque conservaba su ironía mordaz, no quiso más peleas y aceptó el reconocimiento.
Presentado por Meryl Streep y Lily Tomlin —dos de las actrices a las que acababa de dirigir en la comedia “A PrairieHome Companion”—, el viejo director se paró en el escenario, bromeó por unos minutos, y confesó su secreto: 11 años atrás había sido sometido a un trasplante de corazón. Su donante había sido una mujer joven, de unos 30 años. Por eso dijo, entre las risas nerviosas del auditorio: “Creo que me han dado este premio demasiado pronto. Según mis cálculos debo vivir 40 años más”.
“A Prairie Home Companion”, estrenada en español como “El último show”, sería su despedida. El 20 de noviembre los medios anunciaron su muerte. Antes, Altman había dicho en una entrevista —publicada póstumamente en El País de España— que todas sus películas habían sido como capítulos de una misma obra. El único filme que nunca se había cansado de hacer.