Hoy en día la mayoría de nosotros distingue, sin mayor duda, lo real de lo ficticio. Asumimos plenamente —no sin cierta suficiencia— que la verdad es objetiva y demostrable. Sostenemos esto a pesar de las ‘brujitas’ que aparecen en talk shows, revelándole el futuro sentimental a algún personaje del espectáculo, o prediciendo quiénes conformarán el gabinete de PPK, todo con la asistencia de un curioso juego de cartas. Nos convencemos de que no hay conflicto: adjudicamos su presencia, su popularidad, al gusto de la gente ignorante, a supersticiosos. Pero el hecho es que, igual, dejamos el televisor encendido. Vemos cómo las adivinas barajan el mazo, descubren las cartas, mientras la cámara hace un primer plano de estas y las observamos, y nos atraen sus imágenes imposibles: un mago frente a una mesa con instrumentos irreconocibles; un viejo con una túnica y una lámpara; un niño gozoso y desnudo, montando a caballo en un campo de girasoles bajo un sol imponente, vigilante. Hace apenas un mes esta atracción marcó el destino de Star Randel-Hanson, un inglés que no pudo sino confesar su crimen al verse confrontado con tres de estas cartas. Según el Telegraph News, la tarotista Jayne Braiden colocó sobre la mesa el arcano mayor número XIII (el arcano sin nombre, un esqueleto con una hoz, cabezas y extremidades segadas a sus pies); el número XV (el Diablo, una criatura hermafrodita que tiene encadenadas por el cuello a dos personas); y el número VIII (la Justicia, una figura femenina sentada en un trono, con una espada en su mano derecha y una balanza en la izquierda). El rostro del asesino se descompuso apenas las vio, y cuando Jayne comenzó a interpretar lo que veía en estas cartas, el hombre acabó por confesar que había acuchillado hasta la muerte a su compañero de piso. Este tipo de experiencias contribuyen al halo de misterio que rodea a estas cartas, alrededor de las cuales se han tejido diversos mitos desde finales del siglo XVIII. En 1781, el francés Antoine Court de Gébelin, pastor protestante, escribió que las cartas de tarot estaban cargadas de simbología egipcia (de lo cual no presentó prueba histórica alguna) y que llegaron a Europa en el siglo XIII mediante el nómade pueblo romaní. Más tarde, ya a mediados del XIX, el famoso médico y ocultista Gérard Encausse, mejor conocido bajo su seudónimo Papus, se suscribiría a esta hipótesis en “El tarot de los bohemios”, insistiendo en que la baraja provenía de tiempos anteriores a los diálogos de Platón, y que funcionaba, para el pueblo gitano, como la Biblia, un “libro de libros” donde estaba codificado todo su saber religioso. En todo caso, al margen de la especulación, la investigación académica ha logrado arrojar algo de luz sobre el origen de las cartas. Helen Farley, doctora en Historia del Arte por la Universidad de Pensilvania, encuentra el origen efectivo en la Italia del siglo XV. Particularmente, en la corte de Milán, gobernada por la familia Visconti. Ahí encontramos una serie de 22 cartas pintadas a mano llamadas, en ese entonces, trionfi (“triunfos”), las cuales representaban simbólicamente fuerzas naturales, estadios de la vida humana y posiciones de poder de la época. Luego, estos mismos diseños serían conocidos como los arcanos mayores: cartas que en las lecturas contemporáneas son interpretadas como la influencia de fuerzas que se encuentran más allá de la voluntad individual del ‘querente’ (así llaman los tarotistas a quienes llegan a buscar el consejo de las cartas). Sin embargo, en la Italia del siglo XV su sentido era un poco más prosaico: las trionfi se agregaban a la baraja de juegos regular de 56 cartas para jugar al tarocchi, único juego de cartas digno de la nobleza, muy parecido al bridge. El mazo de juego de la época tenía muchas similitudes con la baraja inglesa contemporánea (y más aun con la española), solo que en lugar de estar dividido en tréboles, corazones, espadas y diamantes, se dividía en bastones, copas, espadas y monedas. Además, las cartas tenían una de corte adicional a la jota (o sota), la reina y el rey: el caballero. Ambas características persisten en los mazos de tarot contemporáneos, aunque con ligeras variaciones.
* * *Conocer este origen, sin embargo, no borra los regueros de tinta que han corrido, después de Gébelin, en los círculos esotéricos sobre el significado oculto del tarot. Llegó así Eliphas Lévi, quien en 1854 fue el primero en establecer correlaciones entre los 22 arcanos mayores y la Kabbalah hermética (la cual era ya una forma sincrética que adaptaba el sistema místico contenido en el Corpus Hermeticum —manuscritos escritos entre el siglo I y el III d. C. con influencias neoplatónicas y egipcias— y la Kabbalah judía). Para esto, Eliphas Lévi se valió de la baraja conocida como tarot de Marsella, la cual sigue siendo una de las más populares. Digo “sigue siendo” porque en 1910 se publicó la baraja de Rider-Waite, la cual se basa en la iconografía de la baraja de Marsella, pero con referencias herméticas y neoplatónicas más explícitas. Entre los cambios más importantes, resalta el hecho de que absolutamente todas las cartas ilustran una escena, incluidos los llamados arcanos menores (las cartas numeradas de cada palo), que en el tarot de Marsella solamente mostraban el número de elementos correspondientes al de la carta (por ejemplo, la ilustración del seis de espadas en el tarot de Marsella son seis espadas entrecruzadas; en el de Rider-Waite, se ve a dos hombres navegando en una balsa que tiene seis espadas incrustadas). Este mazo, impreso por la compañía Rider e ilustrado por Pamela Colman Smith, fue creado bajo la dirección de Arthur Edward Waite, un importante miembro de la Hermetic Order of the Golden Dawn (“Orden Hermética de la Aurora Dorada”). Fue esta orden la que, tomando como base los desarrollos de Lévi y Papus, desarrollaría el complejo sistema de adivinación que se encuentra en uso hasta hoy, incorporando correspondencias astrológicas y numerológicas al método de lectura. A esta orden, fundada a finales del siglo XIX, pertenecieron importantes y polémicos personajes como Aleister Crowley (ocultista inglés que se hacía llamar La Bestia 666) o el reconocido poeta irlandés y pilar del modernismo, William Butler Yeats. El tarot estuvo muy presente en la trayectoria poética de Yeats, lo que resulta evidente, por ejemplo, en el célebre poema “La torre” (1928) —el arcano mayor XVI, que en el mazo de Rider-Waite lleva el mismo nombre que el poema, retrata una torre siendo destruida por un rayo divino, que representa la destrucción de las grandes estructuras de pensamiento—. Sin embargo, el atractivo no está reservado para ocultistas. Existe una gran variedad de escritores que se han visto fascinados por los motivos simbólicos de estas cartas. T. S. Elliot, en esa pieza infaltable en la tradición poética en lengua inglesa conocida como “La tierra baldía” (1922), mediante la adivina Madame Sosostris y su “wicked pack of cards”, introduce de manera imprecisa la descripción de seis cartas, presuntamente del mazo de Rider-Waite. Estas imágenes le servían para tematizar la caída de los grandes proyectos y narrativas que parecían darle, en ese entonces, sentido al mundo. Esta fascinación no fue exclusiva del modernism británico. Tampoco fue una moda pasajera de inicios del siglo pasado. En Estados Unidos tenemos, por ejemplo, a John Fowles y a Gilbert Sorrentino. Fowles publicó en 1965 “El mago”, obra que por sus referencias a diversas corrientes esotéricas y cuestionamiento de las estructuras sociales imperantes conectó muy bien con la sensibilidad New Age de la época. Estructuralmente, sus 78 capítulos hacen eco de las 78 cartas de la baraja de tarot. Simbólicamente encontramos episodios aún más explícitos. El protagonista se describe a sí mismo, en un poema que él escribe, como “the fool that falls,/ and never learns to wait and watch” (“el tonto que cae/ y nunca aprende a esperar y observar”). Si observamos al arcano mayor sin número, llamado el Loco o el Tonto en el tarot de Rider-Waite, veremos a un personaje a punto de caer por un barranco, mirando al cielo en lugar de por dónde camina. Gilbert Sorrentino, más cercano a la estética posmoderna, es más radical en su novela “Crystal Vision” (1981), texto compuesto de 78 viñetas narrativas que transcurren en Brooklyn. Solo eso tienen en común: por lo demás, son narraciones que ‘comentan’ la iconografía de cada una de las cartas del mazo de Rider-Waite, hechas con una autoconsciencia, ironía y autorreferencialidad que deconstruye efectivamente los límites entre lo que consideramos ‘ficción’ y ‘realidad’.
* * *En Latinoamérica, además del escritor, “psicomago” y cineasta Alejandro Jodorowsky, quien ha escrito extensamente sobre el tema (adhiriéndose a una corriente que se ha vuelto popular en los últimos años: ver en el tarot una representación de los arquetipos del inconsciente colectivo, protoimágenes que todo ser humano comparte y que estructuran nuestra mente, según el famoso analista Carl Gustav Jung), tenemos al argentino Abel Posse —exembajador en el Perú y ganador del Premio Rómulo Gallegos en 1987— quien en “Daimón” (1978) se refería a la potencia del sistema simbólico del tarot y su capacidad para interpelar críticamente la violenta imposición de la razón occidental sobre las colonias americanas. Si bien su principal vocación entre las disciplinas esotéricas siempre fue la astrología (como queda demostrado en sus dos primeros poemarios), en el prólogo a “Nudo borromeo y otros poemas perdidos y encontrados” (2008) Rodolfo Hinostroza comenta cómo, cuando vivía en Mallorca a mediados de los setenta, decidió emprender un proyecto en conjunto con el pintor argentino Fernando Maza alrededor de los arcanos mayores del tarot de Marsella. Cuando volvió a París en 1975, una noche que llevaba 18 de los poemas sin terminar, olvidó su bolso en un bistró. Unos días después el bolso reaparecería, sin los poemas. Se salvaron solo los cuatro que consideraba terminados, que fueron compilados en el libro referido. La fuerza simbólica de las barajas de tarot parece lejos de agotarse, y esto no ha de sorprendernos. Hay toda una historia de hombres eruditos, equivocados o no, que dedicaron años a establecer correspondencias, a aprehender el lenguaje simbólico de las cartas. Pensemos en eso la próxima vez que veamos a una ‘bruja’ televisiva barajando su mazo. Tal vez ella misma subestime la herramienta que tiene entre manos. O tal vez sabe algo que nosotros ignoramos de nuestra siempre tan estable realidad.