Había una vez un niño pequeño y solitario que vivía en una granja de Missouri. Era el cuarto de cinco hermanos. Su familia no era rica ni pobre. Vivían del trabajo en el campo. Mientras sus hermanos mayores se iban a trabajar, él se quedaba a jugar en los sembríos. Veía pasar la locomotora tres o cuatro veces al día, e imaginaba que podía hablar con los conejos, ardillas y zorros que encontraba en su camino. Después, los dibujaba en un papel.
Un mal día ese mundo idílico llegó a su fin. Su padre, un antiguo carpintero de mal carácter, se mudó a Kansas City, y lo obligó, con reprimendas y castigos, a trabajar repartiendo periódicos de madrugada. Ya no había animales ni plantas, solo el ruido de los autos y las voces hostiles de los chicos en la escuela. Uno de sus hermanos, que era siete años y medio mayor que él, lo protegía de los maltratos. Apenas creció, se marchó de casa, se enroló en la Cruz Roja en plena Primera Guerra Mundial, y aunque no pudo combatir en el frente, logró ayudar a los soldados heridos. Su ambulancia la pintó con dibujos, como si quisiera recrear aquel mundo de fantasía de Missouri.
La guerra terminó y el niño, convertido ya en un muchacho larguirucho, de sonrisa amplia y ojos vivaces, convenció a su hermano mayor para juntos montar un estudio de animación. “Si lo puedes soñar, lo puedes hacer”, dicen que le dijo. Entonces, dedicó su vida a hacer realidad este sueño y levantó un imperio.
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Le gustaba que lo llamaran “el tío Walt”. Su nombre completo era Walter Elias Disney. Había nacido en 1901, en Chicago, Illinois; y entre los cuatro y los nueve años, vivió en esa granja de Missouri. Por sus venas corrían sangre irlandesa y alemana, y en sus retratos más conocidos aparece siempre sonriente. El rostro terso, el bigote recortado y el traje pulcro, con un pañuelo blanco en la solapa del saco. La escena se completa con coloridos muñecos que parecen dialogar con él o jugar entre sus manos. Es la imagen de alguien que quiere mostrarse libre de malicia, como un padre bueno salido de una tira cómica para niños.
¿Pero qué existía detrás de esa ancha sonrisa y de esa figura de hombre exitoso que decía ser más popular que Jesucristo? Se ha escrito tanto de sus innegables aportes al mundo de las historietas y la animación como de su lado oscuro, su megalomanía, sus ansias de grandeza, su papel de empleador tiránico y su discutido accionar durante la Guerra Fría como delator de comunistas, aparte de su misoginia y su racismo. Más allá de los cuentos de hadas o de las leyendas negras, Disney fue un hombre de negocios, un visionario y un emprendedor —un self-made man— que vino desde abajo, y que encontró una veta de oro donde la mayoría solo veía un desierto: el cine de animación a inicios del siglo XX, cuando el séptimo arte todavía estaba en pañales. No fue el primero en hacer una película animada, pero sí en creer que lo que hacía tenía un valor y podía ser perfeccionado. Fue el gurú de un mundo feliz en tiempos de guerras y crisis económicas.
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Después de la Primera Guerra Mundial, Disney volvió a Kansas dispuesto a abrirse paso como dibujante publicitario. Era extrovertido a pesar de su difícil niñez. Entonces conoció a alguien que también andaba obsesionado con los dibujos y la animación: su nombre era Ub Iwerks y, a diferencia de Disney, era un muchacho tímido. Se hicieron amigos y después socios, aunque siempre Iwerks pondría su talento al servicio de su compañero.
Empezaron a trabajar juntos en 1920 y, tras algunos fracasos iniciales, lograron realizar pequeños cortos para ser exhibidos en los cines de Kansas, inspirados en populares cuentos —“Caperucita roja”, “Cenicienta”, “El gato con botas”—, pero recreados bajo la óptica de Disney; es decir, esas historias antiguas, algunas violentas y sangrientas, serían convertidas en pequeñas fábulas matizadas con gags que harían reír a la platea, además de incluir mensajes aleccionadores.
Esta etapa terminó en 1923 cuando Disney vio cumplido su viejo anhelo de rodar la historia de “Alicia en el país de las maravillas”, en la que mezcló figuras animadas con una niña real. Para hacerlo se gastó sus ahorros y ganancias, quedándose prácticamente en la bancarrota. La leyenda dice que después de aquello dejó Kansas y llegó a Los Ángeles con 40 dólares en el bolsillo, pero convencido de las enormes posibilidades del cine de animación.
Ahí se reencontró con su hermano Roy, quien sería decisivo en el despegue de lo que sería el reino Disney. Si antes lo había salvado de las palizas paternas, ahora se convertiría en el administrador y financista de sus negocios. Fue él quien en más de una ocasión tuvo que convencer a los bancos de que ampliaran los préstamos para solventar los gastos que demandaban las alucinadas ideas de su hermano menor, como sucedió con la realización de “Pinocho” y de “Bambi”, que casi mandan a la quiebra al estudio.
“Las animaciones mudas de Disney de 1923 a 1927 son divertidas pero primitivas”, opina el crítico y profesor de la Universidad Católica Melvin Ledgard. “Entonces la competencia le sacaba ventaja. Pero a partir de su primer corto sonoro (1928) y sus primeros trabajos en color (1933), tanto la fineza de sus acabados como su técnica —la forma en que sus personajes se movían— no tenían parangón. Muchos de sus cortos son obras maestras. Disney delegó los trabajos de dibujo y animación muy temprano en su carrera pero era un notable supervisor. Muchos de los argumentos de estas películas no son originales —lo que es más evidente en sus adaptaciones de fábulas y cuentos de hadas—, pero hay aportes narrativos en las mejores de ellas que muestran un don excepcional para asegurarse de que cada escena funcione en un corto o largometraje. Ese ‘toque’ Disney se siente hasta “El libro de la selva”, el último largometraje animado que supervisó antes de morir”, explica Ledgard.
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Si queremos fijar una fecha de inicio del imperio Disney, esta sería 1928. Para entonces Walt ya se había casado con una de sus empleadas, había tenido una hija, Diane, y adoptado otra, Sharon. En realidad era poco pegado a la vida familiar y pasaba más horas en el estudio que en la casa —se dice que alguna vez vio a Sharon jugando en el jardín y le preguntó a su mujer quién era aquella niña—. En esos días, además, estaba obsesionado con crear un personaje que pudiera reemplazar al conejo Oswald que le había sido arrebatado por la Universal Pictures, y puso a trabajar al buen Ub Iwerks en el proyecto.
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Por años se ha discutido quién fue el padre de la criatura. Algunos aseguran que Disney dio la idea y que Iwerks la llevó a cabo; otros afirman que todo fue obra del tímido pero talentosísimo dibujante. Lo real es que Mickey Mouse vio la luz en mayo de 1928 en un corto mudo llamado “Plane Crazy”, que no tuvo acogida entre los distribuidores. Disney e Iwerks insistieron y presentaron “The Gallopin’ Gaucho”, una historia que llevaba a Mickey y a Minnie a la pampa argentina. La respuesta también fue negativa. La dupla no se rindió y lanzó otra historia titulada “Steamboat Willie”. Era noviembre de ese año y se había conseguido agregar sonido al cortometraje. Entonces todo cambió. Mickey y Minnie aparecieron en las pantallas del Colony Theater y, desde ese momento, lo que era un rentable estudio de animación se convirtió en una industria. “Mi ratón es más famoso que Papá Noel”, llegó a decir Disney, y no le faltaba razón. El diminuto héroe le dio además su primer Óscar honorífico en 1932, año en que también ganó otra estatuilla por el capítulo “Flores y árboles” de su serie “Silly Symphonies”. En la década de los treinta, Disney prácticamente acaparó todos los premios al mejor corto animado.
Pero él quería más. Este éxito le dio fuerzas y dinero para impulsar otros proyectos más ambiciosos como producir un largometraje animado y no quedarse solo en la producción de chistes y cortos. Así nació la idea de llevar a la pantalla grande la historia de Blanca Nieves. Muchos de sus empleados —artistas y dibujantes— e incluso su hermano Roy consideraron que eso era una locura. Disney mandó a capacitar a su equipo —no iba a ser fácil crear seres humanos animados— y se gastó casi un millón y medio de dólares en sacar adelante el proyecto entre 1935 y 1937. Rodó primero con actores reales para luego copiar sus movimientos con las figuras animadas. Terminó endeudado con el Bank of America y todos —los estudios de la competencia ya se frotaban las manos— pensaban que esta vez sí se iría a la ruina. La película, “Blanca Nieves y los siete enanos”, se estrenó el 21 de diciembre de 1937. Era el primer largometraje animado en lengua inglesa, y en tecnicolor. Una vez más había transformado la historia original de los hermanos Grimm, le había dado mayor protagonismo a los enanos, con rasgos de comicidad incluida. El éxito fue apoteósico. Al año siguiente, el filme recaudó más de ocho millones de dólares, que si los trasladamos a cifras actuales podrían pasar fácilmente los cien. Era demasiado en un país que vivía la Gran Depresión. Disney se convirtió en el amo y señor de los dibujos animados. Además, sus tiras cómicas, historietas y objetos de merchandising comenzaban a multiplicarse por el mundo. Él inició la construcción de un nuevo estudio en Burbank, e íntimamente comenzó a soñar con el parque temático que siempre había querido tener.
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Pero detrás del sueño americano, había una historia de pesadilla. En menos de una década la compañía había crecido con rapidez. En 1941 tenía más de 1.200 empleados y no todos estaban contentos. Muchos sentían que no eran valorados, que sus créditos no aparecían en los cortos ni largos que realizaban y que, además, se les obligaba a hacer horas extras. El propio Ub Iwerks se había ya cansado de vivir a la sombra de Disney —en los tiempos de apogeo de Mickey llegó a realizar 700 dibujos al día— y se había marchado para fundar su propia compañía —aunque para ser sinceros no tuvo el éxito esperado—.
“Después de ‘Blanca Nieves’ —dice Melvin Ledgard—, Disney creó una escala de pagos de acuerdo a responsabilidades. Los que eran considerados más creativos recibían más que los que hacían labores mecánicas, como pintar o pasar a tinta los miles de dibujos requeridos para una animación. Era una labor que consumía muchas horas, las cuales eran pobremente retribuidas. El 28 de mayo de 1941 estalló la huelga. La tensión fue en aumento y otra vez Walt recurrió a su hermano Roy para solucionar los problemas. La presión fue tal que finalmente tuvieron que aceptar la formación de un sindicato.
Estados Unidos entró a la Segunda Guerra Mundial y Disney partió a Sudamérica (ver recuadro) en una gira de buena voluntad. Después de todo, seguía siendo el rostro amable de un país en guerra, y el gobierno lo utilizó como un medio de propaganda a favor de la causa aliada en esta parte del continente. Sin embargo, él jamás perdonó a los huelguistas. Años después se plegó a la liga anticomunista y testificó, en 1947, ante el Comité de Actividades Antiamericanas, con lo que formó parte de la tristemente célebre cacería de brujas.
La respuesta de algunos intelectuales marxistas tampoco se hizo esperar. En los setenta se hizo famoso un libro que supuestamente desmontaba el aparato ideológico de Disney. Se llamaba “Para leer al pato Donald” y estaba firmado por los investigadores Ariel Dorfman y Armand Mattelart, quienes sostenían que en ese mundo sin padres —como era el mundo de Mickey y de Donald y de Goofy y de Pluto— subyacían mensajes del pensamiento capitalista: el principal de todos era el espíritu mercantil, excluyéndose otros valores como la cooperación o la solidaridad. Por ejemplo, citan el siguiente párrafo de una historieta de Donald: “Los niñitos admiran a un lejano tío, que descubrió ‘un invento que mata al gusano de la manzana’. Aseguran: ‘el mundo entero le está agradecido por ello… Es famoso… y rico’. Donald responde acertadamente: ‘¡Bah! El talento, la fama, la fortuna no lo son todo en la vida’. ‘¿No? ¿Qué otra cosa queda’, preguntan Hugo, Paco y Luis al unísono. Y Donald no encuentra nada que decir, sino: ‘Er… Humm… A ver… Oh-h”.
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“Más allá de la leyenda negra, trasciende su obra como artista. Lo que no se puede negar es que fue un personaje influyente no solo del cine de animación, sino también de las artes visuales del siglo XX”, asegura el investigador peruano Raúl Rivera Escobar, autor del libro “La era silente del dibujo animado”. “Lo que pasa —agrega— es que solo se recuerda su época como director de un equipo enorme de especialistas en animación, pero en sus inicios Disney era un gran dibujante”.
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Ledgard, por su parte, destaca el valor de una película como “Pinocho” y dice que la secuencia prehistórica de “Fantasía”, con música de Stravinski, puede ser medio siglo más vieja que “Jurassic Park”, pero está mejor contada. En su lista de favoritas coloca a “Bambi”, “Dumbo”, “101 dálmatas” y “El libro de la selva”. “Es sintomático —comenta— que aparte de ‘Los aristogatos’ (1970) que Disney conoció como proyecto y le dio luz verde, los largometrajes de animación entraran en cierta decadencia después de su muerte hasta su renacimiento con ‘La sirenita’, en 1989”.
Aquejado de un cáncer al pulmón —fumaba desde joven muchos Lucky Strike al día—, el tío Walt vivió lo suficiente para inaugurar en 1955 su parque temático en Orange, California. Era su paraíso en la tierra, como decía. Pero siempre quería más. Y compró con ilusión nuevos terrenos en Orlando, Florida, para construir uno más grande. Su muerte, el 15 de diciembre 1966, no le permitió verlo terminado. Entonces, circuló la leyenda de que había sido congelado con la esperanza de que algún día la ciencia pudiera revivirlo. Lo cierto es que fue cremado. Roy lo sobrevivió y pudo hacer realidad el último sueño loco de su hermano menor: abrir en 1971 Disney World. Tres meses después falleció. El imperio imaginado en una humilde granja de Missouri pasó a manos de su hijo y sobrino de Walt, Roy Edward Disney. Pero esa es ya otra historia.
Disney en el Perú
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Pocos recuerdan que Walt Disney pasó por Puno y Lima en 1941. Él, su esposa Lillian y 16 miembros de su equipo estuvieron diez meses en Brasil, Uruguay, Argentina, Bolivia, Chile y el Perú, recogiendo información para hacer una película que reflejara la hermandad de las Américas, de acuerdo a directivas del presidente Roosevelt. De regreso a Estados Unidos, Disney pasó por Lima en octubre de aquel año, y visitó la Escuela Nacional de Bellas Artes y las oficinas de este Diario. “Disney desembarcó en el Callao en el vapor Santa Clara con un equipo de dibujantes, producto de esta visita se realizó la película ‘Saludos, amigos’ (1943)”, cuenta el investigador Raúl Rivera Escobar. En ella aparecen personajes como Pedro, el avioncito chileno; y José Carioca, un loro de Brasil. También aparecen Goofy como gaucho y el pato Donald en el lago Titicaca.
Ciclo de cine
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El 12 y 19 de diciembre se presentarán en el Icpna de Lima (jr. Cusco 446) dos películas clásicas de Disney: “Fantasía” (1940) y Peter Pan (1953). Ingreso libre. Haga click aquí para más información.